Estas fueron las palabras de Misael Pastrana Borrero, presidente de Colombia, quien con saco y corbata, delicadamente peinado y arreglado, caminó el empinado trecho inicial del nuevo Puente sobre el Río Magdalena, tal y como lo habían llamado en Barranquilla –y en todo el país– previo a ese momento. Solo él, y parte de su gabinete, sabía que la estructura llevaría otro nombre, uno conservador –el Laureano Gómez– y no uno liberal como lo clamaba el pueblo costeño.
Eran las 4:00 de la tarde y cerca de 300.000 personas se habían aglomerado alrededor del puente, un coloso de kilómetro y medio de largo que gracias a su altura uniría no solo a Barranquilla con el departamento del Magdalena, sino que también abriría las puertas del Atlántico a la patria vecina de Venezuela. Sus arcos de concreto y su imponente estampa sobre el Río se reflejaban sobre las salvajes aguas caudalosas, mientras los 500 invitados de honor caminaban detrás del presidente bajo el inclemente sol ‘currambero’.
Como uno más de la prestigiosa comitiva iba el pequeño Rodolfo Recio, un niño de ocho años que había acudido al evento junto a su padre, Carlos Recio, quien era agente de viajes, y su señora madre. Desde allá arriba, una altura antes impensada para transitar sobre el Río, el mar de gente que aclamaba a Pastrana y al nuevo puente se veía difuso, pero también colorido y multitudinario.