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Los rellenos en las proximidades de la Bendición de Dios parecen Sierra Leona. Y no al país africano real, el de avenidas y avances en infraestructura, sino al que muestran las películas de Hollywood, en donde las personas fallecen bajo el inclemente sol y por las crudas condiciones de trabajo. A unos 6.700 kilómetros de distancia de Freetown, su capital, y casi que con el mismo calor y con el mismo esfuerzo, un grupo de hombres y mujeres de todas las edades persigue unos ‘alacranes de hierro’, de cuya cola caen tesoros opacos y oxidados.

Estos personajes, entre barranquilleros y venezolanos, saben lo que es madrugarle al trabajo, aunque no cuenten con prestaciones sociales ni alguna medida de seguridad. Desde las seis de la mañana, cuando sale la luz del sol en La Bendición de Dios, un pequeño barrio de casetas de aluminio y madera, estos ‘cazadores’ parten de sus cambuches con sus herramientas a la mano: una vara del largo de una lanza y un recipiente, sea una ponchera o una maleta vieja, para guardar el botín. 

Ubicado en la ribera del río Magdalena y en las proximidades a una de las vías del progreso de Barranquilla, La Bendición de Dios es un barrio que aloja a una tribu de cazadores de tesoros. Para sus habitantes, inmigrantes desempleados y locales dedicados al rebusque, los rellenos en este sector, a unos pocos kilómetros de sus casetas, son casi que una mina de oro; un oasis en medio del desierto.

Al fondo del paisaje, como si de una distopía se tratase, se ven las siluetas de las torres del norte de Barranquilla, edificaciones de más de 30 pisos, de ventanas azules y acabados de lujo. Desde ahí, en medio del polvorín que levanta la tierra árida, la misma capital del Atlántico parece una ciudad costera de Florida, o de cualquier país del primer mundo. Pero lejos de aquellas comodidades, sumidos en un rebusque diario, estos personajes todavía sueñan con un penthouse, o al menos con tener algo que comer el día de mañana.