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Nadie se endeuda porque quiere. Esa es la frase que ronda las audiencias de los jueces de paz en Barranquilla, mediadores de la justicia alterna, cuyo objetivo es desatascar el atareado engranaje de la resolución de conflictos tradicional. Pagos pendientes de arriendo, de servicios públicos y hasta por compromisos familiares llegan a estos despachos, en donde deben guiar a los ciudadanos para que dejen a un lado sus diferencias y pongan de su parte para resolver todo tipo de conflictos.

Aquella mañana, a uno de los despachos de los jueces de paz llegó una mujer de rizos castaños. En su delicado rostro había ojeras, huellas purpúreas de las noches sin dormir y del cansancio prolongado, según relató. Delgada y no muy alta, procuró sentarse rápido al llegar a la oficina, en donde esperaba a que la atendiera uno de los 56 jueces de paz que actualmente operan en Barranquilla.

A su lado iba su madre, un poco más gruesa, pero con las mismas facciones en el rostro. Nariz respingada, mirada fija y también ojeras, casi como si fueran algo genético. Sus rizos castaños, del mismo color que los de su hija, ya estaban veteados de blanco, con algunas canas que se asomaban en la superficie.

Entre las dos no hablaban mucho y las palabras que pronunciaban eran solo las necesarias. Se presentaron ante el despacho, comentaron el caso y volvieron a hacer silencio. Adriana y su señora madre, Claudia, se sentaron en un sofá negro, en el que esperaron pacientemente. Aun así, detrás de la lentitud de sus movimientos y del pequeño -y casi imperceptible- arqueo en sus espaldas, el brillo en sus ojos oscuros denotaba esperanza; una posible luz al final del túnel. A los pocos minutos la secretaria las llevó a la oficina, en donde ya las esperaba la juez que atendería su caso.