Como director en Colombia de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la crisis de la migración desde Venezuela se ha convertido en una parte integral de mi trabajo diario.
Durante el año pasado, he pasado tiempo con migrantes venezolanos en comedores y hospitales en Cúcuta y en refugios en La Guajira. Pero el tiempo que mi familia y yo hemos pasado con los recién llegados de Venezuela en los diamantes de béisbol de Bogotá me ha dado una visión diferente de sus vidas y llenado de esperanza para el futuro de Colombia. Educar, formar niños en un país que no es el tuyo puede ser una experiencia desafiante.
Por un lado, quieres que aprendan y experimenten la cultura en la que viven todos los días, pero por otro quieres transmitirles las tradiciones y experiencias que aprecias desde tu propia infancia. Ese deseo de encontrar lo familiar en un lugar extranjero puede llevar al descubrimiento de vínculos culturales inesperados.
Crecí en el estado de Missouri, el corazón de Estados Unidos, donde el béisbol es el rey. Cuando era niño en San Luis, el día del primer juego de la temporada de los Cardenales –el equipo de beisbol profesional de San Luis– significaba la promesa de salir del frío del invierno a los cálidos días de primavera. Aprendí algunas de las lecciones más importantes de la vida pasando largos días de verano en el campo de béisbol, y como padre enseñarle a mis hijos a jugar es un deber sagrado. Entonces, cuando mi familia y yo nos mudamos a Colombia, una de las primeras cosas que hice fue buscar una liga de béisbol para mis hijos. Siempre he seguido a jugadores latinoamericanos como Roberto Clemente, de Puerto Rico; Rod Carew, de Panamá, y Pedro Martínez, de República Dominicana, quienes por décadas han enriquecido el béisbol estadounidense con su talento, compromiso y dedicación. La búsqueda del béisbol juvenil en Bogotá pronto me llevó a Lou Castro, el primer colombiano en jugar en las grandes ligas estadounidenses, y a la creciente cultura de béisbol en Colombia.
Inesperadamente, mi búsqueda también me presentó a un grupo de padres extranjeros que buscaban hacer lo mismo que yo: usar el béisbol para conectar a sus hijos con las tradiciones de su país natal y enseñarles lecciones de vida. Pero no es un grupo de compatriotas missourianos que compartiendo las gradas conmigo en Bogotá todos los sábados. Ni siquiera son colombianos. Son los recién llegados de Venezuela.