Los ojos de Noemí González brillaban con intensidad: dos pepas negras que reflejan su valentía y fortaleza. Bajo el sol, y después de tantas pérdidas y sufrimiento, el sudor de su frente era producto de una nueva ilusión.
Sus manos morenas se llenaron de arena cuando agarró con delicadeza un pequeño retoño. En un jardín de Juan Mina, a cientos de kilómetros de su hermosa Sierra Nevada, estaba a punto de regalarle vida y esperanza a una nueva generación, a pesar de todo lo que ella perdió por culpa de la guerra.
Su cabellera negra caía libre sobre una blusa blanca al tiempo que sus brazos delgados reposaban sobre sus caderas. Es delgada, de estatura media, y lucía menuda al lado de un hombre alto que también vestía de blanco. El sujeto, de bigote poblado, perteneció a las Autodefensas Unidas de Colombia y ayer, junto a otros reinsertados, se vistió de blanco para pedir perdón.
Junto a ella, otras dos víctimas y tres paramilitares reinsertados sembraron árboles para conmemorar el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del conflicto armado. Noemí, una mujer de rasgos indígenas, perdió hace más de 15 años a su esposo, a dos cuñados y a su suegra. Ayer, al tiempo que otros 400 desplazados, decidió 'perdonar y dejar todo el rencor atrás'.
'Siempre soñé con este momento', dijo mientras se secaba el sudor de la frente. 'Me generaba mucha ilusión poder estar junto a nuestros victimarios y podernos ver las caras'.
Después de sembrar los retoños, el grupo entero se ubicó junto a uno de los muros del Centro Regional de Atención y Reparación a las Víctimas, sede del evento conmemorativo. Victimarios y víctimas juntos, como si el curso violento de la guerra no los hubiera separado, se fundieron en abrazos y sonrisas, llenos de ilusión para 'construir un mejor futuro'.
'Me siento liberada', dijo Noemí luego de la emotiva ceremonia en donde, junto a exparamilitares, sembraron árboles y pintaron un mural conmemorativo. Colores, sonrisas y mucha ilusión irradiaron ayer la mañana en el corregimiento de Juan Mina, en donde poco importó el calor intenso.
Una de las paredes blancas del centro se llenó de manos verdes, amarillas y azules en conmemoración de las víctimas que perecieron en medio del conflicto armado colombiano, el más largo y cruel de América Latina. Víctimas y victimarios embadurnaron sus manos de pintura para plasmar sus huellas sobre la fachada del edificio, con el objetivo de nunca olvidar el sufrimiento ni el dolor.
Finalizada la labor, juntos, quizás como nunca lo pensaron, ambos bandos se lavaron las manos en los mismos baldes. Agua y jabón limpiaron no solo las manos sino también las almas de los voluntarios que terminaron entrelazados y sonrientes mientras admiraban el registro de sus manos coloridas sobre el mural.
Sobre el agua quedaron las noches largas de llanto y dolor. El sonido de las balas, la angustia eterna de las amenazas y el miedo profundo a morir. Años de guerra, de escape e incertidumbre. En aquellos baldes se lavaron los odios y surgió un nuevo sueño, liderado por este grupo de valientes.
'Desde el 2006 que dejamos las armas tomamos un nuevo estilo de vida para poder corregir nuestros errores', contó Jair Herrera, uno de los paramilitares reinsertados que asistió al evento. 'Le pedimos perdón a todos', dijo a las cerca de 400 víctimas que asistieron al evento de ayer.
Herrera es artesano, oficio desde la que aspira 'entregarle cosas útiles a la sociedad'. Hace 13 años que abandonó el monte y la guerra por seguir un nuevo camino, una búsqueda personal por la redención que ayer alcanzó un punto clave.
'Muchas de las cosas que hicimos fueron por necesidad, otras por problemas familiares. Son errores, pero hoy somos nuevas personas y estamos dispuestos a seguir trabajando por este país que está lleno de bendiciones', expresó Herrera, quien hoy vive junto a su esposa e hijos.
Los únicos uniformados que asistieron al evento empuñaron trompetas, clarinetes y tambores en vez de fusiles y granadas. La melodía del himno de Colombia no sonó para anunciar muertos, sino para recordarlos y honrar su memoria. Con medias blancas y uniformes limpios, la banda de guerra de la Policía Metropolitana entonó el ritmo de la paz.
A un lado, una mujer morena miraba distraída hacia el horizonte. Su atuendo, una blusa estampada de tigrillo, combinaba perfectamente con sus rizos negros y canosos. A pesar de que estaba apoyada sobre un bastón luce imponente, casi salida de una novela de realismo mágico.
Sonrió, y una carcajada emanó como una tromba de los pocos dientes que le quedan. Hace años que salió de Palenque, pero lo palenquera no se lo quitó ni el dolor ni la guerra. Esther Cáceres perdió a un sobrino y a varios familiares por ataques de los paramilitares. Aún peor, ella dice que perdió a su pueblo, a Palenque, 'que era muy tranquilo antes de que llegara la guerra'.
'En mi familia todos somos así, bastos', dijo refiriéndose a su contextura física. 'Lo que pasa es que tenemos el corazón sensible. Cuando me mataron a mi sobrino, que era hijo de un primo, él se murió luego de la tristeza. Nos vemos fuertes por fuera, pero también somos personas y hemos sufrido bastante'.