Cuando las oportunidades escasean, el trabajo informal se convierte en una salida de emergencia para rebuscarse y no desfallecer ante los obstáculos. Esa es la razón por la que Gabriel Zapata Restrepo, un antioqueño de 57 años, escogió una esquina de la plaza San José para ganarse unos pesos que le permitan sobrevivir.
Hace 33 años, la misma cantidad de tiempo que acumula viviendo en Barranquilla, se dedica a embolar zapatos a pocos pasos de la Biblioteca Departamental. Una de las cosas más curiosas es que, como él mismo cuenta, el oficio le llamó la atención desde su niñez. Admite que es un gusto atípico, pero ratifica que no puede negarlo.
Fue tal esa atracción que, al terminar clases en su colegio, regresaba a casa por la caja y salía a ofrecer el servicio a todo aquel que se cruzaba en su camino. En Medellín –dice- había un muchacho que vivía en la misma cuadra y lustraba zapatos. De alguna manera, ese joven se convirtió en su mentor.
Sin embargo, lo que en aquella época comenzó como un juego de niños se agudizó por la necesidad de alimentarse. 'Empecé a lustrar en serio debido a la dura situación, porque me iba de la casa y me veía con hambre. Este fue uno de los oficios que vi a la mano para rebuscarme y me acostumbré a hacerlo', dice.
Disciplina y agrado. Gabriel asegura que tanto su vida como su trabajo están respaldados en la disciplina. Todos los días –a excepción de los festivos- se levanta a las 4:00 de la madrugada, hace una oración, luego dedica 20 minutos al ejercicio físico y cuando son las 5:30 a.m. está preparado para salir rumbo a su ‘oficina’, en la calle 38 con carrera 39.
Pocos minutos antes de las 7:00 de la mañana llega el primer cliente de la jornada. Estrechan sus manos, bromean, comparten las noticias con las que amanece la ciudad y, después del prólogo, empieza la misión. Si hay algo que caracteriza a este antioqueño, es el buen trato que ofrece a sus clientes y a quienes no lo son.
‘El parce’, como le reconocen en el sector, toma las medidas necesarias para hacer su mejor trabajo. Dobla la bota del pantalón de su cliente, retira los cordones de sus zapatos y acomoda bajo la lengüeta dos protectores, hechos con pasta, para evitar que las medias se ensucien de betún.
Enrolla en los dedos índice y medio de su mano derecha un pedazo de trapo con el que complementa la labor de la pasta lustradora y sus cepillos. La rapidez de sus movimientos evidencia el dominio del oficio y, después de ocho minutos, los zapatos de su asiduo visitante lucen impecables.
Edgardo Agámez, cliente constante de Gabriel, lo visita una vez por semana para engalanar sus zapatos de cuero café. El comerciante de 55 años sostiene que desde hace varios años busca al antioqueño por la calidad de su trabajo y su inmejorable actitud.
Con relación al precio de su trabajo, Gabriel indica que 'una lustrada de blanco puede costar entre $5.000 y $6.000, mientras la de color está entre $3.000 y $4.000. A veces la gente no tiene esa plata y me pide que lo lustre por $2.000 o menos y no tengo problema en hacerlo. Pero hay otros que siempre quieren rebajarte el trabajo y en esos casos toca decirles que no se puede'.
De la misma manera, no duda en realizar una clasificación de sus jornadas. En un día promedio, puede ganar entre $20.000 y $25.000. Cuando la cantidad de clientes que llegan hasta su lugar de trabajo se incrementa, las ganancias pueden llegar a ser hasta de 40 mil pesos.
Sin embargo, también hay épocas que lo desfavorecen sobremanera. Cuando llueve, por ejemplo, afirma que ha regresado a casa con menos de $5.000 en los bolsillos. Ante esa situación, advierte que la clave radica en saber administrar el dinero durante los días favorables para soportar la carga que acarrean las jornadas pírricas.
Antes de radicarse en la capital atlanticense, intentó ejercer el mismo oficio en Bogotá y Cali, pero por distintos factores no logró adaptarse a ellas. Aunque las vicisitudes han estado a la orden del día durante su estancia en Barranquilla, sostiene que su mejor época la ha vivido aquí.
'A veces, por estar en este trabajo que se hace en la calle, se ven cosas como la droga y la delincuencia pero te tienes que acostumbrar a tu trabajo. Si sabes manejar esas situaciones y mantenerte al margen, no tiene por qué haber mayores complicaciones', agrega.
Si sus amigos y conocidos de la zona le preguntan cómo está, sostiene sin titubear que tiene una 'sentencia' de gran tamaño. Contrario a lo que se pueda imaginar, es algo positivo. 'Estoy condenado a que me va a ir bien siempre', dice.
Con un tono de complacencia, Gabriel vaticina que vivirá hasta el último de sus días con una caja de embolar, algo que demuestra con claridad el gusto y la gratitud por el oficio que, después de 33 años, sigue siendo su aliado para sobrevivir.
La veteranía. Armando López empezó a embolar zapatos hace 53 años. En aquel momento, lo hacía caminando por distintos puntos del centro y norte de Barranquilla. Fue un par de años después cuando decidió probar suerte ubicándose fijo en el Paseo Bolívar, entre carreras 41 y 43. En la actualidad, tiene 68 años y vive con su hermana y una sobrina en una casa en el barrio Las Nieves.
A las 7:00 de la mañana, el hombre de ojos caídos y voz serena ya está sentado en su viejo banco de madera sobre el que pone un cojín para mitigar la incomodidad. Allí, sus clientes pagan por un lustre corriente $2.000 y cuando incluye pulida el costo adicional es de mil pesos.
En un día promedio, Armando gana cerca de $20.000 después de diez horas brindando su servicio en la transitada zona del centro de la ciudad. Aunque reconoce que no es sencillo cubrir las necesidades del hogar con esa cantidad de dinero, se siente agradecido con su trabajo.
A pocos metros está ubicado su amigo y compañero de oficio Alejandro Benavides, un hombre de 74 años de edad que ha dedicado –según cuenta- 60 de ellos al oficio. A diferencia de Alfredo, apenas dedica seis horas del día al trabajo, a menos que ocurra alguna novedad que lo obligue a permanecer más tiempo allí.
Lo que lo llevó a incursionar como embolador fue el deseo de ser independiente. 'Decidí empezar en esto porque se gana algo de plata y me gustó. Todo en esta vida es trabajo, menos robar. Pero, hay gente a la que le da pena esta labor. Pero, eso no va conmigo', agrega.
Una de las cosas que advierte Benavides es que, con el paso de los años, la gente no busca con la misma frecuencia a los lustradores. Aunque ha perdido a varios clientes asiduos, aún conserva a veinte de ellos.
Armando y Alejandro coinciden al señalar que, a estas alturas de la vida y a pesar de las complejidades que implica el oficio de lustrador, no se imaginan haciendo algo distinto a lo que hoy los ocupa. 'Después de tantos años dedicados a esto, la costumbre y el gusto por lo que haces te impiden abandonar el trabajo así no más', afirma Alejandro.
La incertidumbre los acecha cuando la ausencia de sus clientes se manifiesta. A pesar de eso, confían en que la calidad de su trabajo sea el aliciente preciso para que los usuarios de su servicio siempre regresen y la alternativa de rebusque mantenga su vigencia.
José, El itinerante. El reloj marca las 11:00 de la mañana y José Gregorio Hernández ya ha recorrido varios sectores de la ciudad con su caja de embolar y su banco de madera. Algunas personas que circulan habitualmente por el Cementerio Universal, el parque Suri Salcedo o el hotel El Prado se han acostumbrado a verlo por allí.
Once años atrás, antes de empezar como embolador, José Gregorio entregaba sus días al reciclaje o a cuidar lotes por cualquier cantidad de dinero. Como bien lo dice, la necesidad no conoce límites.
Ese apremio fue el que, en 2005, lo impulsó a hacerse de trapos, cepillos y betunes para intentar ganarse la vida andando por la calle. Afirma que nunca le ha gustado permanecer en un mismo lugar, lo que justifica su decisión de moverse por la ciudad para ofrecer su trabajo.
Aunque a veces se siente 'aburrido' por la falta de clientes, guarda la esperanza de que las cosas mejoren para no renunciar al oficio que por una década le ha permitido subsistir.
EMPLEOS INFORMALES. Barranquilla, según datos especializados, tiene una de las tasas de desempleo más bajas del país y una tasa de ocupación que está por encima del promedio nacional.
Estos indicadores hacen referencia al número de personas que cuentan con un trabajo y los que pretenden encontrar uno. Sin embargo, no reflejan las condiciones de dicho empleo.
Con base en cifras del Dane, en la ciudad existen 888 mil personas trabajando, de los cuales el 54,5 % de estos, que equivalen a 484 mil personas, lo hacen de manera informal.