En Nueva Venecia aseguran que los niños aprenden a 'bogar' canoas apenas logran sostenerse en pie. Esta hipérbole explica claramente la simbiosis que tienen con el agua: en ella consiguen el sustento, en ella se transportan, se comunican y comercian, y sobre ella tienen sus casas.
Pero por agua también llegaron hace 15 años los perpetradores del episodio más violento en los 168 años de historia del pueblo. Un 22 de noviembre, un día como hoy en 2000, entre 60 y 70 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), llegaron en cinco lanchas al corregimiento en jurisdicción de Sitionuevo, Magdalena, y masacraron a 37 personas por ser supuestamente colaboradores de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, ELN. Sin embargo, la versión no oficial tasa la cifra por encima de las 70 víctimas, si se tienen en cuenta los cuerpos que nunca se hallaron porque posiblemente fueron arrojados a los caños.
Nueva Venecia o ‘el Morro’, como también se le conoce, es un pueblo palafito ubicado en la ciénaga de Pajarales, dentro del complejo lagunar más grande de Colombia: la Ciénaga Grande de Santa Marta, que tiene una extensión de 4.900 kilómetros cuadrados entre humedales marinos y costeros. Vea el reportaje gráfico: Nueva Venecia: el rastro de una tragedia.
Junto a Buena Vista, son los únicos asentamientos en la Región Caribe completamente rodeados de agua, con viviendas de tabla que sobresalen de la superficie al estar apoyadas en estacas de madera y sin ningún contacto por tierra con el resto del territorio.
Cada casa tiene unas condiciones mínimas para ser habitadas. Generalmente están distribuidas en una o dos habitaciones, una sala que hace las veces de cocina, un baño y un ‘patio’. Las únicas puertas que hay son las de las entradas y los baños, y la intimidad de los cuartos es protegida con cortinas que ondean con las ráfagas de viento frío que refrescan el fogaje que produce estar encima del constante proceso de evaporación de la ciénaga.
En las partes traseras de las viviendas no hay posibilidad de sembrar plantas ornamentales o árboles frutales, que embellezcan o den fruto, según sea el caso. En vez de eso hay ‘parcelas de agua’ cercadas donde crían sábalos, como quien tiene un establo para el ganado.
Como cada pueblo de la Costa, tiene una plaza en el centro convertida en una especie de corazón que irriga al resto. Ahí está la iglesia, que junto a una cancha de fútbol, son las únicas estructuras en tierra firme.
Frente al templo católico, Cesar Rodríguez observa la estructura deteriorada. Después de la masacre se convirtió en líder de la comunidad. 'El cura viene una vez al año', explica el pescador de unos 45 años como para justificar el aspecto de abandono que tiene la parroquia.
Hay partes donde la pintura color amarillo desapareció para dar paso al marrón grisáceo del cemento. En el interior hay unas ocho bancas café oscuro que hace rato no han sido pintadas y figuras de santos descascaradas.
'En Semana Santa se celebran los bautizos colectivos y luego viene el padre para las fiestas patronales de San Martin', asegura Rodríguez, quien perdió a dos hermanos precisamente en frente de la iglesia.
Junto a ellos mataron a 10 de las víctimas y por eso durante varios años se convirtió en un sitio que representaba sufrimiento. Pero no es el único pedacito contaminado con la maldad de los paramilitares: cada rincón del pueblo tiene un recuerdo triste que los morreros han ido ‘decorando’ para que el dolor no sea tan fuerte.
'Mi sobrino, Emilio Manga Mejía, fue el primero en ser asesinado', precisa Leovigildo González sentado en su canoa, con una certeza que no permite dudas. Para el hombre de 65 años todavía es difícil recordar el suceso, sobre todo por la forma tan cruda e irreal como se dieron las cosas.
'Salió a pescar como cada madrugada, porque a esa hora se cogen mejores pescados y para estar de regreso al mediodía. En el camino se lo encontraron los ‘paracos’ (paramilitares de las AUC) y debieron darle a distancia, como cuando están cazando un pájaro y le disparan', relata el pescador, moviéndose con el oleaje de la tarde cenagosa.
Eso fue antes de las dos de la mañana, pero su cuerpo lo encontraron seis horas después varado en una orilla dentro de la canoa que había quedado a la deriva. 'Me avisaron que lo habían visto y salí de una para allá. No recuerdo haber ‘bogado’ tan rápido en mi vida como ese día', afirma Leovigildo apretando las manos, como si aún sintiera la quemazón de la vara tosca con la que se impulsaba.
Encontró la canoa anegada de sangre y a su sobrino con la cabeza partida en dos. 'Sentí la sangre coagulada entre los pies. Comencé a recoger los pedacitos de sesos y a metérselos. Le cerré la cabeza y me quité la camisa para amarrársela. Luego lo llevé donde su mamá para que lo enterrara', termina su relato, con el rostro contraído por la rabia y por el esfuerzo para no llorar. La luz del atardecer deja parte de su rostro en la sombra, la oscuridad de un recuerdo que aún se cierne sobre el pueblo.
Historias como la de González se encuentran en cada uno de los más de 300 hogares del asentamiento. A todos les mataron un hijo, un padre, un hermano, un primo, un abuelo, un tío, un sobrino, un nieto o un amigo; todos tienen un rompecabezas en sus mentes, que han ido armando con el paso de los años para establecer una memoria colectiva que les permita entender qué pasó para perdonar, pero que al mismo tiempo no les deja olvidar.
Más de 4.000 personas se desplazaron a otros municipios y ciudades. Algunos se fueron para Ponedera, Soledad y Barranquilla, en Atlántico; otros emigraron a Remolino y Sitionuevo, en Magdalena. Para este último se fue Guillermina Mejía, aunque solo duró dos meses por fuera de su casa.
La mujer de 60 años es menuda (1,60 de estatura) pero corpulenta y recia. Vive en una casa que comparte con una nuera, tres nietos y uno de sus cuatro hijos. De los otros tres una vive en el casco urbano, la otra está casada y vive en el asentamiento. El otro varón falleció 'ese terrible día'.
'Me fui a Sitionuevo y no me hallé. No podía estar atenida a que me dieran una miseria para sobrevivir. Estoy acostumbrada a comerme mi desayuno bien bueno, mi almuerzo bien bueno y allá no podía', expresa Guillermina visiblemente molesta mientras toma un pedazo de lisa y lo trocea con energía para echarlo en un humeante caldero de arroz. El espacio de su morada está distribuido en dos alcobas, una sala amplia, un patio y una cocina, en esta última se pasa la mayor parte del tiempo.
Recuerda que todo comenzó a las 2:10 de la madrugada. 'Mi hijo, Ever Rodríguez, no durmió aquí esa noche sino donde la mujer. Llegaron allá y me lo mataron. Han pasado 15 años y aún no me quito el luto', cuenta Guillermina atropellando las palabras. Por sus mejillas resbalan lágrimas que caen y se funden con el arroz. 'Apenas tenía 19 años y dejó a un bebé de un añito', prosigue.
Con el asesinato de Ever también marcaron una fecha importante para ella: su cumpleaños. 'Nací un 20 de noviembre, pero desde entonces no lo celebro porque no tengo nada que festejar. Hasta eso me mataron los paramilitares', reconoce Guillermina tapando el caldero como cerrando un libro, que sin embargo se abre ante ella cada vez que la golpean los recuerdos.
En la sala está su nuera Yulieth Orozco, de 30 años. Está dándole un tetero a Camila, la menor de sus dos hijas. La ama de casa está en una mecedora, luchando contra el calor de la tarde y por mantener a la pequeña quieta. 'Yo tenía 15 años cuando pasó todo lo malo. Había llegado el 21 de Sitionuevo a pasar vacaciones', cuenta la joven agitando con fuerza el biberón para que no le queden grumos.
Asegura que lo que más recuerda de esa madrugada es el sonido de los motores de las lanchas, seguido de un corto silencio y los golpes insistentes en las puertas y las ventanas, que se mezclaban con voces insultando y exigiendo que abrieran y les entregaran a 'los informantes de la guerrilla' porque sino los mataban a todos. 'Después de eso tenía pesadillas y no podía dormir. Quedé con una psicosis con los ruidos fuertes, pero lo peor es despertar en la madrugada por el ruido de un jhonson y creer que regresaron los ‘paracos’ a matarte', dice Yulieth.
'En Nueva Venecia no se puede dormir bien', es la idea que se ha instalado en la mayoría de los habitantes. Al igual que Julieth, muchos lugareños sienten que una noche cualquiera los grupos paramilitares que se han convertido en Bacrim van a regresar a terminar el trabajo que les quedó pendiente.
Edwin Gutiérrez va bogando en su canoa. Cuando va en su vehículo no piensa en 'esas cosas' que tanto dolor han causado. Dentro de la embarcación tiene tres bancas rojas donde se sientan los pasajeros. Siempre va en la parte de popa, guiando la ‘góndola’. 'He visto esa otra Venecia por fotos, es bonita, pero esos canoeros no nos ven una', afirma con orgullo el hombre de 35 años.
Gutiérrez es conocido como Chespirito. Va camino al colegio a recoger a un grupo de niños que salieron de clases. 'Aquí lo más importante es tener una canoa. Ellas son nuestros pies, dependemos de ellas', asegura el canoero. Hunde la vara de tres metros en el fango y se apoya en ella mientras va del centro de la canoa hacia la popa, para tomar velocidad y sentencia: 'sin una canoa no eres nadie'.
A la hora de salida de clases, los muelles de la escuela son un hervidero. La situación es similar al caos vehicular que generan los padres ‘terrestres’ cuando recogen a sus hijos en carros o en motos. Canoas llegan vacías y salen con grupos de infantes.
Lo más llamativo son los niños que de mañana dejan ‘parqueado’ el transporte y al salir se llevan a un grupo de amigos y los reparten. No necesitan licencia de conducción ni hay autoridad de tránsito que les impida ‘transitar’ por las calles.
Nadie les enseña a tener equilibrio sobre el bote ni cómo tienen que remar. 'Acá un niño cae en el agua y no se ahoga. Nada como un pescao', dice Chespirito medio en broma, medio en serio.
Los menores bogan por instinto, es un conocimiento ancestral transmitido por la sangre, al igual que las creencias, la cultura y la forma de ganarse la vida, pero lo único que los mayores esperan no haberles pasado a sus hijos son los temores.
'Ellos tienen que ser mejores que uno, no vivir asustados sino salir adelante y ser mejores que uno', manifiesta Chespirito y se aleja con su transporte escolar.
Elías Castro es uno de los que se encarga de proporcionar el transporte para los venecianos del Caribe. La tarde está cayendo y el carpintero de 50 años está acicalando a Manuelita Sáenz con una canteadora de mano. A cada pasada arranca virutas a la amante de madera del libertador. 'Llevo 38 años en este arte, construyendo y arreglando canoas.
Masacre
El recorrido de muerte de las autodefensas comenzó a las 10 de la noche del 21 de noviembre por el caño El Clarín en cinco lanchas que transportaban alrededor de 12 personas cada una, al mando de alias Andrés, jefe de la compañía ‘Walter Úsuga’.
A las 11 y media de la noche las embarcaciones llegaron a un sitio denominado kilómetro 13 y allí, a machete y puñal, dieron muerte a 12 pescadores, que fueron amarrados con objetos pesados para que se hundieran. Otros 5 fueron convertidos en rehenes – guías. La idea era que los condujeran por entre los manglares.
A las 2:10 de la madrugada llegaron a Nueva Venecia y se dividieron en grupos. Uno, ajusticiaba a 12 hombres en la plaza de la iglesia; otro, disparaba contra las casas y un tercero, irrumpía en las tiendas para saquearlas.
En versión libre, Rodrigo Tovar, alias Jorge 40, aceptó la masacre de Nueva Venecia a la que denominó 'hechos de guerra'. Dijo que fue una operación militar para controlar un territorio que había sido de dominio de la guerrilla del ELN.
Luego fue condenado a 47 años de prisión por el Juzgado Único Penal del Circuito Especializado de Santa Marta, que acogió el material presentado por un fiscal de la Unidad Nacional de Derechos Humanos.
Hasta el momento solo ocho de los paramilitares que participaron en la masacre han sido condenados. Debido a que están acogidos a la ley de Justicia y Paz, están próximos a salir.
A pesar de que el Estado ha hecho un acompañamiento con la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, el Bienestar Familiar y el Departamento para la Prosperidad Social, los lugareños no olvidan el día que el Gobierno Nacional no hizo nada para protegerlos.
Aunque en el asentamiento las heridas siguen abiertas, se aferran a un rayo de esperanza: los más de 600 niños que asisten al colegio, que a pesar de que crecieron a la sombra de la masacre, no conocen el dolor de la muerte. Esos jóvenes que se inician en las artes de bogar en canoa, pero que también se preparan para algún día sacar a Nueva Venecia adelante.