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Nunca imaginé que iba a ver esto! Es una de las frases que más se escuchan estos días en Madrid, donde el fresco clima otoñal no logra suavizar la altísima temperatura política que vive el país por los sucesos en Cataluña.

En los bares, en los sitios de trabajo, en las calles y las universidades no existe otro tema que la polémica declaración de independencia formalizada el viernes por el Parlamento catalán y la dura reacción del Gobierno central, presidido por el conservador Mariano Rajoy, contra lo que califica de rebelión contra el Estado. Nadie sale de su estupor ante el hecho de que en un país pretendidamente moderno y civilizado, anclado en el aparentemente estabilizador proyecto europeo, se esté produciendo algo tan inaudito y propio de estados en crisis como un conato de ruptura territorial.

Como sucedió durante el plebiscito de los acuerdos de paz en Colombia, y como ocurre siempre que un tema polariza a la sociedad, las discusiones son apasionadas y están abriendo grietas profundas incluso en el interior de familias, no solo en Cataluña, sino en todo el país. 'Me he tenido que salir del chat de amigos del colegio, no soporto tanta locura', es lo menos desgarrador que se escucha en Madrid, donde las transmisiones en directo de los acontecimientos políticos han reemplazado a los partidos de fútbol o los programas del corazón en las pantallas de los televisores en las cafeterías.

En el momento en que se escribe este texto –es importante recalcarlo, pues los hechos se suceden a ritmo de vértigo–, el Gobierno central ha destituido al presidente catalán, Carles Puigdemont, y a todo su equipo de gobierno, tras poner en marcha el viernes, por primera vez en la historia de la democracia española, el artículo 155 de la Constitución, que establece medidas contra las comunidades autónomas que incumplan la ley. El incumplimiento fue en este caso la celebración de un referendo secesionista el 1 de octubre pasado y una posterior declaración de independencia de calculada ambigüedad que desató una especie de juego del gato y el ratón entre Rajoy y Puigdemont acerca de su alcance. Poco después de la activación del 155, el Parlamento catalán (con la ausencia de los diputados del PP, PSOE y Ciutadans, el denominado ‘bloque constitucionalista’) declaró, esta vez de manera formal e inequívoca, la independencia, intentando presentarla como una reacción inexorable ante la 'intransigencia' de Rajoy.

Ayer, sábado, el gran interrogante en España era cómo se va a implementar en términos prácticos la toma de control de Cataluña hasta las elecciones anunciadas para el 21 de diciembre. Ya vendrá el debate sobre si los partidos independentistas participarán o no en esos comicios. En un mensaje televisivo pregrabado, Puigdemont dijo no reconocer su destitución por el Gobierno central, y exhortó a los catalanes a 'oponerse democráticamente' al artículo 155. En el momento de la transmisión, el ‘president’ se encontraba departiendo con amigos y tomándose fotos con simpatizantes en un bar de su ciudad, Girona, a unos 85 kilómetros de Barcelona. Previsiblemente, si es que puede utilizarse este término en las actuales circunstancias, en las próximas horas se producirá el choque entre el desembarco del Gobierno central y la posible resistencia de las autoridades catalanas surgidas de las elecciones de 2015. Ni el más temerario adivino se atrevería a predecir qué sucederá.

Pero, ¿cómo se llegó hasta aquí? Es la madre de todas las preguntas, la que sigue centrando el debate y para la cual hay infinidad de respuestas, según el analista o el comensal que te toque escuchar.

Unos achacan toda la culpa a Puigdemont, por haber recurrido a atajos ilegales en su lucha por la independencia, y acusan por extensión al nacionalismo catalán por las políticas de 'adoctrinamiento' que ha desarrollado en las escuelas e instituciones en las últimas décadas. Otros ponen como único responsable al PP, y muy en concreto a Rajoy, porque no supo ver, ni mucho menos manejar, el creciente descontento de al menos la mitad de la sociedad catalana. Y hay quienes reparten las culpas entre ambos, siguiendo el viejo y sabio adagio de que, en materia de conflictos y enfrentamientos, 'para bailar un tango se necesitan dos'. No faltan los que interpretan todo este conflicto como una consecuencia de la crisis económica o, incluso, como una siniestra confabulación para tapar los escándalos de corrupción del PP y el nacionalismo catalán.

En este colosal enredo hay hechos innegables. Uno es que, desde hace al menos 300 años, cuando la dinastía borbónica ganó el Principado de Cataluña en la Guerra de Sucesión de la Corona española, una parte de la sociedad catalana no siente apego hacia el Estado español. Podrán discutirse sus causas, y si son o no justificadas, pero dicha actitud de indiferencia, cuando no de abierta antipatía, existe desde antes de la aparición en escena de Puigdemont. La dictadura de Primo de Rivera en los años 20 del siglo pasado, que se cebó con saña contra los valores identitarios catalanes; la declaración de la República Catalana en 1934, osadía que costó el encarcelamiento y posterior fusilamiento del entonces presidente de la Generalitat, Lluís Companys, y la larga dictadura de Francisco Franco, que aplastó con ferocidad la autonomía y lengua catalanas, son acontecimientos aún presentes en la memoria colectiva de muchos catalanes y sirven de munición para el discurso del descontento.

Tras la muerte de Franco en 1975 y el advenimiento de la democracia, el tema del 'encaje catalán' en España pasó a ocupar un lugar destacado de la agenda política, y los líderes de Madrid y de Cataluña se las ingeniaron para mantenerlo dentro de los cauces constitucionales. La política catalana era dominada por un personaje entonces admirable y hoy envuelto en un formidable escándalo de corrupción, Jordi Pujol, durante 23 años presidente de la Generalitat por la formación conservadora nacionalista CiU, un astuto negociador que sabía obtener privilegios para su comunidad autónoma a cambio de garantizar la estabilidad parlamentaria al Gobierno central. 

Los Juegos Olímpicos de 1992, en los que el entonces príncipe Felipe desfiló con una bandera española en el estadio de Barcelona, parecieron sellar la reconciliación definitiva. Sin embargo, parafraseando al escritor Monterroso, las viejas tensiones seguían ahí. En 1996, José María Aznar llevó al derechista PP por primera vez al Gobierno español. Cuando apareció en el balcón de la sede del partido para proclamar una victoria que parecía por mayoría absoluta, sus enardecidos simpatizantes corearon una frase que ha pasado a la historia: '¡Pujol, enano, habla castellano!'. Era la venganza contra el indeseable catalán que había apoyado varios gobiernos socialistas de Felipe González y que, según los conservadores, 'extorsionaba' a España con sus reivindicaciones. Pero –oh, sorpresa– el conteo final de votos no dio la mayoría absoluta al PP. Aznar tuvo que negociar su investidura con Pujol y, para congraciarse con su nuevo aliado, llegó a alardear de que hablaba 'catalán en la intimidad'. Por ironías de la historia, Cataluña obtuvo en el primer mandato del ‘españolista’ Aznar más competencias de las que había obtenido durante 14 años con el socialista González. La venganza del PP llegó en el año 2000, cuando ganó –esta vez sí– por mayoría absoluta y condenó a Pujol y su partido, CiU, a la irrelevancia política en Madrid.

Cuatro años más tarde arribó el socialista José Luis Rodríguez Zapatero a la Moncloa, con el apoyo de un abanico de partidos de izquierda, entre ellos el independentista catalán ERC. Como ‘pago’ por el respaldo de este, Zapatero se comprometió a dar luz verde a un nuevo Estatuto catalán que surgiera del Parlamento autonómico. El Estatuto fue votado por amplia mayoría en 2006. En su preámbulo, declaraba que Cataluña es una nación, y en su articulado incluía novedades como una fiscalidad equiparable a la del País Vasco o una administración de justicia autónoma. En contra de lo que prometió Zapatero, el proyecto fue ‘podado’ durante su trámite en el Congreso español. Y, lo que es peor, el PP, entonces en la oposición y bajo el liderazgo de Rajoy, lo impugnó ante el Tribunal Constitucional, que en fallo de 2010 barrió del texto las principales reivindicaciones de la mayoría catalana, algunas de las cuales sí habían prosperado en otros estatutos autonómicos, en especial el andaluz.