Más de siete millones de personas en todo México participamos el pasado martes en un megasimulacro, durante la conmemoración de los 32 años del devastador sismo del 19 de septiembre de 1985.
Dos horas después nos enfrentamos a un sismo real de 7,1, de magnitud, que sembró el pánico en Ciudad de México y en todo el país.
Yo me encontraba en mi hora de almuerzo, era exactamente la 1:14 de la tarde, y estaba en mi casa, a pocas cuadras de la Universidad Tecmilenio, sede Toluca, donde estudio una maestría en administración de negocios y trabajo en el área de nuevas vinculaciones.
Hablaba con mi tía y mi prima, todas colombianas, sobre lo ocurrido hace 32 años y cómo la gente no había tomado en serio el simulacro de la mañana después de que 13 días antes habíamos vivido un sismo.
De repente el mundo se nos empezó a sacudir, estábamos a pocos metros de la puerta, pero yo era incapaz de abrir, no podía girar la perilla.
En medio de los gritos angustiosos de mi tía, salimos, y mientras corríamos empecé a ver cómo caían escombros y vidrios de un banco que está justo al lado de mi casa.
Creo que por unos segundos quedé paralizada viendo todo lo que sucedía a mi alrededor, hasta que me trajo de regreso un sacudón de mi tía que me jalaba para que me alejara del peligro.
Fueron los segundos más largos de mi vida, estaba a la expectativa de que una casa o un edificio se cayera, pues se movían como gelatina.
Pasado el sismo me di cuenta de que había salido sin zapatos, pero en lo primero que pensé fue en avisar a mi mamá en Colombia que estaba bien, antes de que la noticia se propagara. Logré enviarle una nota de voz diciéndole: 'Acaba de temblar pero estamos bien', y unos cinco minutos después la red de telefonía colapsó, también nos quedamos sin energía y sin gas.
No sabíamos la magnitud de lo ocurrido, pues estábamos sin acceso a ningún medio de comunicación. Durante las dos horas que estuvimos sin electricidad estaba muy preocupada por mis compañeros de trabajo. Nuestra oficina se encuentra en el segundo piso de un edificio de cinco niveles con cerca de 2.000 estudiantes. Estaba segura de que la evacuación fue caótica.
Cuando logré establecer comunicación con mis amigos y compañeros me enteré de que tres miembros de una familia maravillosa que me recibió con los brazos abiertos desde mi llegada a este país están desaparecidos dentro de un colegio que colapsó. No me la creía, estuve toda la tarde esperando noticias, rogando a Dios por sus vidas, pues dos de ellos son unos niños apenas.
Recibí llamadas y mensajes en los que entidades oficiales recomendaban por precaución abastecerse de agua, enlatados, linternas, pitos, un botiquín, y como no teníamos nada de lo mencionado en casa tuvimos que ir al supermercado y allí nos encontramos con muchas personas en pánico buscando lo mismo; corría el rumor de que se esperaba un sismo más fuerte en las horas de la noche.
A pesar de ser partidaria de no entrar en pánico y de no creer en cualquier tipo de información, por precaución descargué una aplicación en mi celular que me envía mensajes cada vez que exista un movimiento telúrico cerca de mi ubicación, además de empezar a seguir la página del Servicio Sismológico Nacional de México.
No sé qué tan buena idea fue esto, a la 1 de la mañana que logré dormir, mi aplicación marcaba 23 réplicas y las confirmaba con la página y eran reales. Fue una noche larga.
La solidaridad de los mexicanos me ha dejado impresionada. Hoy en la mañana, desde muy temprano, mis compañeros ya estaban creando puntos de acopio. Me asombra ver los videos y las imágenes tan tristes pero tan alentadoras al mismo tiempo. Sobran voluntarios y manos civiles para reconstruir y salvar vidas.
La población se ha organizado muy rápido, ha puesto a disposición sus carros, motos para transportar paramédicos, todos comparten por sus redes sociales listas de rescatados y el lugar donde están ubicados, hay casas como albergues y puntos de acopio en distintos lados; definitivamente los mexicanos tienen un corazón gigante y estoy más que convencida de que México sigue en pie.