Durante el Encuentro afro-indígena que tuvo lugar en el Centro de Formación de la Cooperación Española (CFCE) de Cartagena hubo una interrupción abrupta. Una alerta mandó a evacuar a los asistentes. A los pocos minutos, sin embargo, se permitió la entrada de público otra vez. No se supo el motivo de la alerta, los vigilantes no daban razones. Todo parecía obedecer a un simulacro. Algunos mencionaron como causa el coronavirus, del que se anunció un primer infectado en la ciudad el mismo día de la inauguración del Festival, el miércoles 11 de marzo por la mañana.
El encuentro, como el Ficci se mantuvo, en ese momento, casi inmutable ante la preocupación de la pandemia declarada por la Organización Mundial de la Salud. En la mesa participaron miembros de colectivos indígenas y directores que manifestaban la necesidad de cuidar y darle visibilidad a sus territorios. «Las comunidades indígenas han sido sistemáticamente excluidas», dijo enfáticamente uno de los voceros.
La charla, sobre todo, giró sobre la importancia de contar historias desde el pensamiento y el lenguaje audiovisual indígena. El sentir y la existencia de un lugar de enunciación propio, olvidado por los centros de poder del cine. Un asunto de rescate y transformación de los códigos visuales a los que estamos acostumbrados.
Una de las ponentes, Silsa Arias Martínez, realizó un ritual kankuamo, que consistió en entregarle al público algodón proveniente de la Sierra Nevada. Las mujeres recibían un algodón blanco, los hombres uno mono o amarillento. «A cada uno se le entrega un algodón», explicó Silsa horas después, en un local del segundo piso del Centro Comercial La Castellana, en cuyas salas se proyectaron por la tarde del pasado 12 de marzo documentales indígenas, en el marco del Festival.
«El algodón lo dividen en dos», explicó. «En la izquierda depositan lo negativo, dificultades, temores, el coronavirus [sonríe], la preocupación por la comida, etcétera; y en la derecha lo positivo, pensar qué se va hacer para construir algo con lo anterior. Y todo eso se alimenta. Se hace un pagamento, una ofrenda. Como hijos de la misma mama que somos, le llevamos comida y cosas a la Sierra. Allá se lleva a donde hay una autoridad Mamo (hombre) y una Saga (mujer) que nos sigue alimentando y realimentando en procesos como el audiovisual», añade esta mujer de 50 años, secretaria ejecutiva de la Concip (Comisión Nacional de Comunicación Nacional de los Pueblos Indígenas).
Aquel momento, explicó Olowaili Green Santacruz, fue una «armonización, una apertura para pedir permiso a los seres y espíritus que habitan este territorio, para recordar la cosmovisión de la Sierra».