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En la primavera de 1978, en un hotelucho de París, comencé a escribir Los domingos de Charito después de leer La desgracia impeorable, del austríaco Peter Handke, un libro dedicado a su madre, casada con un soldado nazi, cuyo único gesto de rebeldía tras la guerra fue suicidarse. Handke demuestra que una señora de vida común y corriente puede ser la heroína de una novela.

No se me había ocurrido que uno podía inventar una ficción a partir de la historia de su propia madre. La mía me anunció esa Navidad que le habían detectado una enfermedad incurable.

En ese entonces Peter Handke, ganador este año del Premio Nobel de Literatura, vivía en Francia y era conocido sobre todo por su novela El miedo del arquero al tiro penal. En la Universidad de la Sorbonne Nouvelle yo había estudiado la novela Wilhem Meister, de Goethe, adaptada por Handke y filmada por su amigo Wim Wenders, bajo el título Falso movimiento. La relación de trabajo entre ellos incluiría La mujer zurda y el inolvidable film El cielo sobre Berlín. Era estimulante pensar en esos amigos y en los lazos entre la escritura y el cine. Pocos días antes de dejar París, en septiembre de 2015, me encontré a Handke en el metro. Le di un abrazo y le hablé de un amigo común, el poeta salvadoreño Roberto Armijo.

El otro escritor que me inspiró para lanzarme en la redacción de Charito fue el filósofo de la literatura Roland Barthes, quien dictaba en ese entonces unas charlas sobre «la preparación de la novela» en el College de France. El deseo de escribir una novela puede ser un tema literario, explicaba, citando el ejemplo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. «Mientras exista la muerte existirá el mito», afirmó alguna vez.

La muerte de la madre de Proust, en 1901, va a desencadenar, cuatro años después, la escritura de ese novelón sobre el deseo de escribirlo. Al final de los siete tomos, en el Tiempo recobrado, el narrador se dispone a comenzar su novela, ya escrita.

Barthes, etiquetado como «semiólogo estructuralista», tenía 62 años en ese entonces y había ido revelando su deseo de escribir una novela. Para hacerlo, decía, debía abandonar «el espíritu de seriedad» académico.

«Se trata de evocar, de pintar a la gente que amamos para erigirles una suerte de monumento de la memoria». Así definía él su proyecto novelesco. «Bajo el efecto de ciertas devastaciones (la muerte de la madre) el querer-escribir podía imponerse como un recurso, una práctica cuya fuerza fantasmática permitía despegar hacia una Vita Nova», dijo uno de esos sábados. Barthes tomaba notas en su diario, pero sabía que esas anotaciones no necesariamente lo conducirían a escribir una novela.

Comencé a escribir mi propia novela sin saber para dónde iba. Trataba de contar la historia de una mujer del barrio San José, una ama de casa que decide irse a vivir su propia vida, cansada de las infidelidades de su marido. Aunque estaba a 10.000 kilómetros trataba de recrear el ambiente de la carrera 21, con sus monstruosos arroyos, la Calle de las Vacas, el Paseo Bolívar, el Terminal Marítimo, las verbenas de los barrios, el apretuje erótico en los buses de María Modelo, los patios con sus matarratones y limoneros, la manera de hablar de la gente. Y al mismo tiempo analizaba mis intenciones, mis deseos de narrar. A lo mejor era una hiperconciencia, me veía en el acto de escribir por momentos. De ahí lo fragmentario de la trama. Me burlaba además de los argumentos de las telenovelas.

«Tomar notas no es escribir», me advirtió el escritor santandereano Gabriel Uribe Carreño. Barthes dice que hay sin duda novelas en fragmentos. No cita ninguna, pero podemos recordar Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, Henri de Ofterdinguen, de Novalis, o Escenas de la vida de un fauno, de Arno Schmidt.

El primer sábado de enero de 1979 Barthes habló del encanto que le producía leer haikus, esos tres versos japoneses, como pinceladas, que captan un presente. Siente que son anotaciones sutiles ligadas sobre todo a las estaciones, a los estados de ánimo que pueden provocar el verano, el otoño, la primavera o el invierno. Citó ese día un poema de Yaha:

Acostado
veo pasar las nubes
alcoba de verano

Y este otro de Basho :

Sopla el viento del invierno
los ojos de los gatos
destellan