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Por Néstor Martínez Celis* 

Finalizaba el año 1986 y en el campo de la cultura colombiana se generaba una gran expectativa por el desarrollo del XXX Salón Nacional de Artistas que, en esa ocasión, llegaba con el sello celebratorio de las primeras treinta versiones en la historia de Colombia. Y ocurrió lo inesperado para muchas personas del interior del país: el artista de la pincelada expresionista y maestro del color, el barranquillero Ángel Loochkartt, se alzó con el primer premio del Salón Nacional, consolidando una vida de 53 años de logros y grandes aportes a la pintura colombiana. La obra ganadora, un imponente óleo titulado El Ángel me llama, que curiosamente involucraba su nombre de pila, pertenecía a «una serie de ángeles nocturnos de aspecto sensual y aura erótica, casi obscena a veces, que ha venido pintando a lo largo de los años y que ha alternado con los festivos congos del Carnaval de Barranquilla, series que combinan las alegrías del alma y los placeres de la carne», como señaló la pluma magistral de Álvaro Medina.

Su famosa y codiciada (por los coleccionistas) serie de los Ángeles tuvo su nacimiento en Roma. Mientras estudiaba y recorría la capital italiana se dio cuenta de que esta era una ciudad de ángeles, creados por muchos pintores de diferentes épocas y estilos que enriquecían la iconografía romana. Su mismo profesor, Ferrucho Ferracci, había inundado una capilla con figuras angélicas. Decidió, entonces, investigar a los artistas que habían tratado el tema y se encontró que solo en el Renacimiento casi todos habían pintado estos imaginarios seres alados. Tiempo después, para corroborar el impulso creativo, descubrió en Sopó un conjunto de pinturas coloniales, la colección de Sevilla, con 12 ángeles de pintores anónimos. Desde ese momento trabajó en profundidad la serie de los Ángeles y siguiendo al ángel mundano de Wim Wenders, puso a los suyos en diferentes situaciones y contextos cotidianos: en la calle, en la casa, en la cafetería, bailando, tocando flauta, el ángel erótico, etc. 

Loochkartt fue un pintor de emociones que brotaban irreprimibles y arrastraban la breña exuberante de sus trazos cromáticos. Su pincelada era impetuosa, de gran potencia en el gesto, exaltada y a veces delirante, lo que contribuía a la exaltada expresividad de sus personajes. Contemplar la mancha cromática de Loochkartt es remitirnos a Kokoschka y percibir que en medio de la pasta matérica emerge una línea sinuosa de vehemente intensidad que delimita los cuerpos, nos hace recordar a Egon Schiele. Su paleta fue variando con el tiempo, pero no se detuvo en un campo cromático específico; de unos rojos, verdes y amarillos intensos y contrastantes giró a una diversidad de azules, lilas, tierras verdes y hasta sombras tostadas, compañeros de la noche y de muchos ambientes cargados de eroticidad y misterio. Pero, en cualquier momento, volvía otra vez a su paleta iridiscente para incendiar la tela de matices que le daban a sus Congos singular potencia de vida y fiesta. 

Le gustaba pintar con la técnica alla prima, de manera directa y con gran gestualidad. Ello obedecía al estímulo inmediato de crear ideas y plasmarlas inmediatamente. Por eso, nunca hizo bocetos como etapa previa a la pintura de sus cuadros. Muchos de sus temas fueron recurrentes, los dejaba y volvía a ellos insistentemente, como si esas figuras cobraran autonomía y nunca quisieran abandonar el universo loochkarttiano. Por su forma de pintar no concebía que una tela quedara totalmente ‹acabada›, era imposible, y su gran reto fue tratar de traducir el movimiento del mundo real en la estaticidad de la imagen pictórica.

Una vez le escuché decir con mucha convicción: «El goce más pleno que hay es la mancha, es el big bang de la pintura, la mancha es maravillosa». Es la que genera estructuras formales posteriores, que surgen de la misma materia y se revelan, se evidencian. «Hay que estar pendiente de las notas cromáticas simultáneas que armonizan en el proceso de pintar», como lo había declarado Kandinsky, uno de los artistas preferidos del Ángel barranquillero.

Fue esencialmente un artista creador de personajes propios. En la inmensidad del mundo de su pintura prevalece la figura humana, pero no son seres anónimos, porque en el artista siempre surgió la necesidad de darles una identidad. Algunos de ellos son personas de su entorno familiar o círculos de amigos y conocidos, otros son apropiaciones de personas de la vida real que se las había encontrado en el camino, como la insólita Sibila del Tequendama, y hay algunos salidos de la pura imaginación del artista. 

Uno de esos fascinantes personajes fue Pepita. Nació en la agitada mente del artista en 1962 mientras cavilaba sobre los temas de sus obras. Había pintado tantas cosas de su entorno, pero nada totalmente suyo. Decidió, entonces, darle vida a un personaje femenino que tuviera particulares características físicas y con la condición de ser una mujer que satisficiera todos sus caprichos y placeres. Así, nació en el mundo de Loochkartt la singular Pepita. La pintó en las más inconcebibles situaciones y encarnaciones, con sus amigas de un grupo de música de cámara y siendo ella la cantante soprano. La pinta cenando, divirtiéndose, engalanada con su gato Ciro, desplomada sobre un Congo en el carnaval de Barranquilla. Un día Pepita le dijo que la pintara, ahora que era millonaria, con un ícono bizantino que había comprado en unas vacaciones en Rusia. Hasta la pintó en gran formato totalmente desnuda, con las piernas abiertas y en la más natural de las poses. Y todos los años le celebraba su cumpleaños, pintándole un cuadro al recurrente y multifacético personaje. 

En el año 2015, mientras lo visitaba en su estudio en Bogotá, me contó jocosamente que la serie Travestis nació por la época cuando era profesor de unas clases nocturnas en la Universidad Tadeo Lozano. A la salida de la institución, casi siempre se topaba con un grupo de travestis que inauguraba la noche y merodeaba cerca de la calle 23 con carrera 4ª. Se le acercaban para mostrarle al pintor sus llamativos y coloridos atuendos. Empezó a investigar ese mundo de maneras, sobreactuaciones, afectaciones y un sinfín de expresiones casi siempre desmedidas, que le recordaba lo que había visto en la vía Lungotevere de la Marina en Roma, donde en medio de la oscuridad de la noche aparecía una variopinta corte de prostitutas, travestis, hippies y otros noctívagos irremediables. A esa investigación le llamó 23 con 4ª y fue base para la famosa serie. De ahí también salió un conjunto de pinturas donde los seres retratados presentan rasgos andróginos.

Observando con más detenimiento sus obras, nos percatamos de que en la pintura de Loochkartt asistimos a una permanente lucha entre la abstracción y la figuración. Mayoritariamente triunfa la figuración, pero en grandes superficies de muchos de sus cuadros lo que se impone es una riqueza de manchas, líneas, texturas, contrastes cromáticos y formas que brotan del ímpetu y apasionamiento del autor y no revelan nada reconocible de la realidad. Es como si la misma pintura se liberara —y con ella el artista— de esquemas, fórmulas y convenciones para conquistar con gran expresividad y vehemencia un anhelado espacio de libertad.

 * Artista, curador y profesor investigador (grupo VIDENS) de la Universidad del Atlántico