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Por Antonio Silvera Arenas

¡Oh, Señor!, da a cada uno su muerte propia.

Una muerte que derive de su vida,
en la cual hubo amor, comprensión y desinterés.

Pues solo somos la corteza y la hoja.

Y la muerte, que cada cual lleva consigo,
es el fruto irremediable y cierto.

Rainer María Rilke

Dos ausencias definitivas y recientes me han conmovido en los últimos meses: la de un jovencísimo sobrino, ocasionada por decisión propia, y la de mi padre, quien, a pesar de su muy agotado corazón de ochentaiocho años, luchó hasta el final por seguir viviendo. Sé que existen al menos otras dos formas de morir, una es la repentina del accidente o del infarto, que tiene todos los visos de una inesperada traición; la otra es la que causa o puede llegarle a quien, por una u otra razón, vive expuesto a las armas que solo el humano ha concebido contra sus iguales. A esta última, la más absurda, a pesar de los aún pregoneros de causas inútiles como la patria, y sinrazones tan etéreas como el bien de la humanidad, que suele ser el de alguien más bien inhumano, siempre he de responderle con un frase de Alberto Assa: «¿Por qué das muerte a quienes han de morir?».

Pero esas dos actitudes —la de mi padre y la de mi sobrino— ante el evento acaso más trascendental que debe afrontar todo ser humano, son las que me han rondado cada día desde hace ya cuatro largos meses.

Aquellos versos del poema Lo fatal de Rubén Darío, que me han atraído tanto por su «terrible belleza», según el decir de la también ausente Meira Delmar, acicatean con frecuencia mi dolor:

«Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente».

Y a ellos se suman, también con frecuencia, los más contundentes que jamás se hayan escrito acerca de los cipotazos de la vida, esos «heraldos negros que nos manda la muerte» y que César Vallejo expresó de forma inmejorable:

«Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡yo no sé! / Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!».

¿Por qué algunos, con mayor asiduidad jóvenes, apuran el trance final y otros, casi siempre muy mayores, se aferran a sus cada vez más débiles fuerzas para demorarlo? Y, cuando ha ocurrido lo inevitable, ¿por qué ese golpe definitivo irradia y se prolonga en quienes los sobreviven?

La última pregunta quizá tiene respuestas obvias: primero está el incisivo dolor que ocasiona la ausencia definitiva, que nos obliga sin piedad a admitir la dura certeza de que, al volver a la vieja casa, nunca volverán a abrirnos la puerta con tanta diligencia y amor, ni a encender las luces para alegrar los colores de los faroles dormidos en la próxima fiesta de la Inmaculada. En el caso de los dolientes del desesperado, aparece además la culpa por lo que se pudo hacer para evitarlo, el lamento por no haber advertido o respondido a esta o a aquella señal; en cambio, los que se van a pesar de su tenacidad vital, nos hacen cavilar en nuestra propia fragilidad, en lo expuestos y desarmados que estamos a esa fatalidad última, sobre todo cuando, como en mi caso, ya el reloj ha dado muchas de sus acostumbradas vueltas.

La primera pregunta, no. Nunca sabremos, salvo cuando nos toque la experiencia y no haya forma de manifestarlo, qué pasa por la mente del muriente. Y, en consecuencia, si hubo algún titubeo, alguna forma de evitar esa última instancia en la aparente resolución del suicida.

De todos modos, el gesto de este último siempre es un reclamo, el mayor acto de insatisfacción ante las injusticas de la sociedad que puede alguien expresar y ante el cual no hay más que callar y aceptar con impotencia que ese sacrificio, nunca, como lo demuestra el más grande que conocemos, tendrá una respuesta que cambie, de manera tan definitiva como la muerte misma, este absurdo mundo, gobernado por los Trump, los Bolsonaro, los Putin y los Uribe-Duque.

Y de todos modos, también, la muerte indeseada del que quiere vivir «así sea de barriga» (otra vez, César Vallejo), tampoco tendrá una respuesta definitiva a la injusticia de perder para siempre la luz, el mar, los pájaros, a los mismos humanos y de dejar de experimentar tantas felicidades, la mayoría pequeñas, como saborear el agua, aunque algunas también inmensas, potentísimas, cada cual sabe las suyas, contra los rotundos golpes de la vida.