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Por Daniel Samper Pizano

Múltiples lugares llevan en Colombia el nombre de Caldas: todo un departamento, dos universidades, unos cuantos institutos, cuatro municipios, una estación de tren, una inspección de Policía, restaurantes y cafeterías, más de media docena de teatros o salas de cine, un centro comercial, no pocos parques en distintos lugares del país, numerosos colegios, los viejos billetes de veinte pesos, un laboratorio clínico, un batallón del Ejército y otro de la Policía Militar, una marca de ron, un almacén de equipos de gimnasia, un museo y tres especies de flores con sus correspondientes subespecies.

Todos ellos recuerdan a Francisco José de Caldas, nacido en Popayán en 1768 y fallecido en Bogotá en 1816. Apodado por antonomasia el Sabio, Caldas es una de las más notables figuras de la historia colombiana. E n el podio del procerato solo estarían por encima de él Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander y Antonio Nariño, tres personajes cuya vida privada es muy conocida. Existe una amplia biblioteca sobre los amores de Bolívar y, en particular, su relación con Manuelita Sáenz; los vínculos de Santander con su amante doña Nicolasa han sido materia de novelas y series de televisión; los historiadores tenaces debaten el posible adulterio de la esposa de Nariño y la verdadera paternidad de dos de sus seis hijos. La intimidad de Caldas, en cambio, sigue siendo un misterio dos siglos después de su muerte ante el pelotón de fusilamiento. Básicamente, solo se sabe que los amigos le buscaron cónyuge sin que él hubiera visto nunca a la escogida; que se casaron por poder; que él era cuarentón y virgen y la doblaba en edad; que tuvieron cuatro hijos y que la pareja no fue feliz. Subsisten muy pocos testimonios sobre la mujer de Caldas y ningún retrato digno de crédito. Casi todo lo que se sabe sobre ella procede de cartas y diarios del sabio. Y aquello que se conoce es bastante feo, pues el propio esposo le recrimina, seis años después de la boda y poco antes de pasar por el paredón, que lleve una vida de amores indiscretos con «mozos seductores» y que se ponga a tiro de cometer «un adulterio horrible». El problema es que Caldas era comprobadamente aburridor, más entusiasta de las ciencias naturales que de amores o amistades y de temperamento variable, casi ciclotímico. 

Ante la ausencia de noticias sobre el modo de ser del prócer, varios historiadores han escarbado en rasgos de su personalidad y episodios de su biografía, para concluir que Caldas profesaba indiferencia por las mujeres, horror por el sexo1 y que latían en él tendencias homosexuales no declaradas. Unas cuantas veces asomaron estas tendencias y se expresaron en forma de celos. Un famoso episodio de ruptura con el naturalista alemán Alexander von Humboldt probablemente tiene como telón de fondo ciertas discordancias gais. Caldas fue geógrafo, astrónomo, botánico, físico, químico, ingeniero, periodista y viajero. También fue político, revolucionario y patriota independentista contra el imperio español. Pero, por encima de todo, su vida constituye un modelo de frustraciones. Desde el descubrimiento de un procedimiento para medir las alturas que ya estaba descubierto en Europa hasta la humillada solicitud de clemencia expresada en vano ante las autoridades de la reconquista española en 1816. Frustrante fue también su infeliz matrimonio con María Manuela Barahona, una dama de la cual, aún hoy, es escaso y poco edificante lo que se sabe. 

Gracias a las mulas

Todo ello —amores, descubrimientos científicos, lucha por la independencia, fusilamientos y revueltas— ocurrió en América durante la bisagra del colonial y amodorrado siglo XVIII y el siglo XIX, revuelto y ansioso de conocimientos. Como buena parte del continente, Colombia era un punto más en el imperio español. Tenía calidad de virreinato, se llamaba Nueva Granada y ejercía una especie de subinfluencia de la Corona en los actuales países vecinos de Venezuela y Ecuador. Pocas ciudades tan hispánicas en el mapa del norte de Suramérica como Popayán, a mitad del camino entre Quito y Santafé de Bogotá (hoy Bogotá a secas), con su típica veneración por la hidalguía, su supuesto linaje de conquistadores, su limitado amor por el trabajo y su emocionado cariño por las tierras pertenecientes a los aborígenes. Rodeados de comunidades precolombinas y negros importados del África (a la fuerza, claro), algunos de los prohombres de la región fueron poderosos esclavistas y terratenientes en constante lucha contra los indígenas desplazados. Es decir, que la verdadera vocación de trabajo la tenían los indios y los negros. En esta villa «de piedra pensativa», como la definió un poeta, el tiempo transcurría en puntillas y los oligarcas locales se peleaban más por agregar apellidos a su cola heráldica que conocimientos a sus hijos. En semejante lugar vino a nacer Francisco José de Caldas Tenorio un día de 1768. No se sabe exactamente cuál, pues en su partida de bautismo consta que le echaron en la cabecita agua santificadora y aceite bendecido el 17 de noviembre de tal año, pero no la fecha de nacimiento. Nos basta con saber que nuestro personaje era hijo del gallego José de Caldas y de Vicenta Tenorio y Arboleda, popayaneja heredera de españoles y cubanos, supuesta descendiente de don Juan Tenorio1 y pariente de todas las estatuas pasadas, presentes y futuras de la ciudad. Allí creció el sabio junto con sus catorce hermanos (salvo los que murieron antes de haber crecido); era el quinto del rebaño, pero en sus cartas poco nombra a los demás. Una historiadora francesa se ha esmerado en buscarle a Caldas huellas de prosapia y afirma que el prócer era «hijodalgo notorio», mientras que cierto colega suyo, de origen colombiano pero graduado en París, identifica entre los ascendientes del personaje a un rey de Navarra. Semejantes títulos hacían desmayar de dicha a los popayanejos, y a Caldas le sirvieron para ingresar a los mejores institutos de su ciudad y de Santafé, donde la nobleza daba más puntos que las notas altas del Icfes. Se doctoró, pues, como abogado en el Colegio del Rosario, a pesar de que odió los estudios de jurisprudencia. Decía que esos años, de 1788 a 1793, habían sido los más perdidos de su vida. Tal vez a ellos hay que atribuir un porcentaje de su naturaleza aburrida y aburridora. En cambio, poco antes de caer aplastado por los códigos había visto en Popayán los dibujos de un libro de geometría y descubrió que las ciencias exactas le interesaban mucho más y soñaba con hipotenusas, ángulos rectos, catetos, cosecantes y cosenos, secantes y senos. Corrijo: senos, no. Ya veremos que, además de haberse equivocado de carrera, su juventud fue triste en otro alto porcentaje porque en ella no figuró mujer alguna. Regresó a Popayán, dictó la cátedra de Derecho Civil y decidió que los códigos lo enfermaban: con la salud decaída, insomne, flaco y casi ciego, dejó la enseñanza. Canceladas en poco tiempo dos profesiones, la de jurista y la de profesor, le quedaban solo los azares del comercio y las mieles de la burocracia. Optó por esta última. En 1793 fue designado Padre General de Menores, algo así como protector oficial de los niños. Allí habría podido envejecer ganando un suelo oficial por ver crecer sardinos, pero Caldas era demasiado honrado para vivir del municipio gracias a sus palancas. Le preocupaban principalmente las hijas naturales, pues «quizás no haya señoras que admitan a estas jóvenes en sus recámaras». Como mucamas, se entiende. También las madres solteras y «las viudas desarregladas que han perdido al mismo tiempo la honestidad y al marido». Pero las autoridades prestaron escasa atención a sus quejas. Así que a los pocos meses Caldas se retiró, no sin antes describir con realismo alarmante la situación de los niños y los jóvenes de Popayán. La parte más dura de la diatriba estaba reservada a los hijos de los ricos de la región. Fue tan trascendental su crítica que hoy mismo podría aplicarse a los gomelos de toda Colombia. La conclusión fue: ya que era abogado pero aborrecía los estudios jurídicos, que no era geómetra pero le fascinaban los cubos y los triángulos, que le exasperaba la burocracia y que no quería ser profesor de niñitos ricos, solo quedaba dedicarse al comercio. El tráfico de telas y alhajas entre Quito y Santafé prometía ser una actividad lucrativa, de modo que compró una mula, invirtió sus ahorros en textiles y baúles y el 10 de julio de 1795 emprendió el camino de los pueblos montañosos en la ruta a Bogotá. El debut del Caldas mercader duró apenas diez días. «En una estrechura peligrosa se desbarrancó la mula con carga y todo», según dijo. Ni la mula ni su mercancía han aparecido hasta ahora. Fue tan duro el golpe que revivió en Caldas el picapleitos adormilado y anunció que demandaría al Cabildo de Popayán por la deplorable calidad del camino. Es posible que, antes de que falle la Justicia, alguien devuelva las alhajas, las telas y la mula. A pesar de todo, Caldas insiste en hacer las veces de vendedor trashumante, y esto le cambia la vida. El contacto con los ríos, las montañas, las selvas, los farallones y los bosques le inoculan un hondo y emotivo amor por la naturaleza y se dedica a estudiarla. En sus lecturas florece un mundo diferente y más vivo que el de los códigos de Justiniano o las importaciones de telas inglesas. Un mundo donde aparecen nombres como los de José Celestino Mutis, sabio español establecido en Bogotá desde 1761 a quien Caldas no llegó a tratar cuando era aprendiz de abogado, y el barón berlinés Alexander von Humboldt, el más ilustre viajero del siglo XIX, aquel «otro sol que ilumina todo lo que contemplamos» (Sarah Darwin), el «padre del ambientalismo y la ecología» (Andrea Wulf), ese hombre de «inteligencia proteica en su intención de revelar la totalidad del cosmos» (Pablo Montoya), el que «produce uno de los testimonios científicos y culturales más estremecedores de la Ilustración europea» (Juan Esteban Constaín).

*Fragmento del libro ‹Insólitas parejas› (Aguilar). Cortesía Penguin Random House.