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La felicidad de quedarme en la casa oyendo rancheras sin ir al colegio no podía durar. Algún día tenía que comenzar a estudiar. No sé si fue un triunfo de mamá, que además de las lluvias también controlaba un par de cosas más. O simplemente que las autoridades se habían dado cuenta de que papá no significaba ningún peligro para los aliados, que de todas formas, ya estaban ganando la guerra. Lo cierto es que decidieron comprar una casa en Barranquilla, en un barrio residencial muy cerca del colegio donde asistiríamos a clases durante lo que ellos pensaron sería mucho tiempo.

La casa era muy espaciosa, con muchas habitaciones que mamá se apresuró a llenar de muebles. Hasta un piano, el cual desató en mamá el fatal deseo de que sus hijas fueran pianistas. Caímos las tres bajo el embrujo del piano. Más bien cayó mamá y nos arrastró en su caída. Nos consiguió una profesora para que nos enseñara a tocar el piano a Tota y a mí, que todavía no había comenzado el colegio en serio, pero no había a que perder el tiempo. Mamá, fiel a sus costumbres, sembró capachos por todos lados y papá un par de árboles frutales, nísperos y papayos, porque ya le estaba tomando el gusto a las frutas tropicales.

 En el patio había un gallinero viejo y destartalado. En aquella época, los pollos se compraban vivos y más tarde se sacrificaban en la casa para asegurarse de que no estaban enfermos y se podían comer. Costumbre inútil porque no creo que ni mamá ni ninguna ama de casa pudiera reconocer a un pollo enfermo a menos que ya tuviera una pata en la tumba. Mamá seguramente pensaba lo mismo. En casa los compraban, mataban y nos lo comíamos el mismo día. De manera que el gallinero siempre estaba vacío y lo utilizábamos para jugar.

Encima del garaje había un cuarto, como un desván, al que se llegaba por una escalera de madera en forma de caracol que parecía que no perteneciera al resto de la casa que era de material. Allí también subíamos a jugar o a charlar con la mujer que venía a lavar, almidonar y planchar todas las semanas. Mamá era partidaria del almidón en todo lo que se le pasaba por delante: manteles, sábanas, toallas, hasta los calzoncillos de papá, a pesar de que él luchara contra ello. Almidonar y planchar bien era toda una ciencia, un arte que pocas personas dominaban y mamá era muy exigente en eso. Tampoco se salvaban del almidón los uniformes del nuevo colegio. Creo que éramos las únicas niñas que llevábamos uniformes almidonados y crujientes, que nos rascaba la espalda y puyaban a la que se sentara a nuestro lado.