1. La última pregunta de Sócrates
Acusado de corromper a la juventud y de adorar a dioses diferentes a los de los atenienses, Sócrates fue condenado a beber cicuta. Platón cuenta, en la apología que dejó sobre su maestro, que Sócrates podía haber eludido la condena, gracias a la ayuda que varios amigos le ofrecieron para huir de la prisión, pero él prefirió acatar la sentencia. Con sus últimas palabras, tuvo hasta el cuidado de encargar el pago de un gallo que le debía a Asclepio. Quería morir sin deberle nada a nadie, mucho menos a sí mismo. Murió sereno consolando a sus amigos.
Si hubiera escapado, saltándose la ley de la polis, habría ido en contra de su propia filosofía, según la cual no debía tomar represalia contra ningún acto de violencia o injusticia, porque sería prolongar su cadena infinita. Se estaba adelantando cuatro siglos al precepto cristiano de poner la mejilla izquierda cuando nos golpeen la derecha. Incluso estaba yendo más lejos: con su ejemplo fundaba una ética laica que no estaba atenida a la resurrección ni a recompensas divinas, a distorsiones místicas ni a temibles castigos, solo a la verdad intelectual por encima de cualquier prejuicio o creencia heredada. El ensayista francés Michel de Montaigne llamó a esa actitud la disciplina de la decencia: el profundo tacto de mantener la integridad aun frente a la coacción más cruel y frente a la perspectiva celestial más desesperanzada.
Sócrates sabía que su muerte debía ser ejemplar para que el resto de su vida no quedara entre comillas. Si cometía un desliz sobre el punto final, toda la oración de una existencia dedicada a la instrucción quedaría incoherente o inacabada. Para el poeta Rainer Maria Rilke, la muerte de cada persona debe responder a un diseño minucioso realizado día tras día, hasta completar el final que merecemos o que profundamente nos pertenece, y que es el único que puede redondear nuestro destino y darle sentido. Sócrates creó el suyo a su medida. Me gusta saber que la palabra «mártir» proviene de un vocablo griego que significa «testigo». El mártir es ante todo un testigo fiel de su existencia: muere sin cerrar los ojos, sin darle la espalda a su vida.
Para Sócrates, la muerte no era un aislado punto final, pues sabía que ese punto podía concentrar el fulgor de toda la vida; sabía que en ese último parpadeo podía caber la luz de todos los días. A lo largo de la existencia, la muerte es una presencia intermitente que muestra su plenitud cuando baja la marea. El corazón no aparece solo en la cresta de la ola; desciende para coger impulso y vuelve a subir, se apaga y nace otra vez: vivir es revivir.
La muerte de Sócrates es una pregunta que hoy está más viva que nunca, porque su culpa late todavía en una civilización que sigue saboteando a sus profetas: a sus profundos testigos. Sócrates inventó la mayéutica: la técnica de interrogar a sus interlocutores para que estos puedan llegar al conocimiento a través de sus propias rutas y claves. La última pregunta que planteó al mundo fue su propia muerte. Antes de que cante el gallo, debemos responderla y saber qué le vamos a decir a Asclepio.
2. La tarea de Atlas
Hace unos días vi 127 horas, una cinta dirigida por Danny Boyle, interpretada por James Franco e inspirada en una anécdota real: un montañista norteamericano que en 2003 sufrió un accidente recorriendo en solitario un remoto rincón del Cañón del Colorado y se vio obligado a amputarse parte del brazo con una navaja sin filo para poder liberarse de una piedra que se lo tenía aprisionado.
Esta historia y su roca me recuerdan inevitablemente a dos personajes de la mitología griega: Atlas y Sísifo. El primero, como saben, está condenado a cargar los pilares de la bóveda celeste, y el segundo, a empujar indefinidamente una piedra a la cima de una montaña para volverla a soltar. Ambos relatos, con su fondo arquetípico, nos interpelan a todos los seres humanos, pues no hay nadie en el mundo que no esté condenado a cargar su propio lastre (comenzando por el cuerpo) y que no esté atrapado por la carga inexorable del tiempo.
Me gusta precisamente que el título de la película sea el número de horas que Aron pasa atrapado por la piedra, porque ese número es más dramático que los kilos de la roca. El desespero de Atlas y de Sísifo no es tanto el peso que deben alzar sino el tiempo que están condenados a sostenerlo. El tiempo es la verdadera medida del sufrimiento. El tiempo como una cadena, como un rito implacable en el que —al decir de Albert Camus— lo único que interesa es el salto, la posibilidad de evasión.
Y aquí llegamos a lo que más me interesa de esta historia: el destino y la voluntad. Al principio dije que Aron Ralston había sufrido un accidente... pero, ¿fue en realidad un accidente? En un documental de The New York Times, el mismo Ralston afirma que inconscientemente había estado buscando ese momento durante toda su vida: él quería enfrentarse a una verdadera situación riesgosa que pusiera a prueba su vida, si no, ¿para qué tanto afán de trepar montañas y exponerse a medios hostiles? En el libro que escribió sobre su experiencia y en la misma película dice: «Todo simplemente encaja. Soy yo. Yo elegí esto. Yo elegí todo esto. Esta roca… esta roca me ha estado esperando durante toda mi vida».
Cada evento que pone a prueba nuestras fuerzas sólo es una preparación para la carga más importante, la que Milán Kundera llamó «la insoportable levedad del ser». Perder una mano es sólo un curso preparatorio para aprender a renunciar a nuestro cuerpo, a sus necesidades y apetencias, a todos los lazos y tensiones que nos mantienen dolorosa pero cómodamente atados a la tierra. El héroe es aquel que carga por adelantado su propia alma, o sea, el alma de todos los hombres. Pues no hay otra alternativa: para salvarnos debemos, como Atlas, ser capaces de sostener toda la bóveda celeste.
3. La dignidad en un par de zapatos
Durante una conferencia de prensa en Irak en 2009, el presidente George F. Bush fue atacado por unas sandalias voladoras. El hecho de que el presidente de los Estados Unidos no esté exento de recibir un chancletazo, como cualquier hijo del vecino, nos recuerda que vivimos en una misma casa, bajo el techo común de la condición humana.
Cualquier conflicto, por más colectivo o cuantitativo que sea, es al fin y al cabo un asunto interno e individual. No hay ningún ámbito humano que no esté supeditado a la decencia y la dignidad personales. Esa noción universal de vergüenza seguirá existiendo mientras haya un solo hombre decente en el mundo que dé la cara por los demás y exponga el pellejo por la verdad.
Hace un tiempo vi un video en internet donde aparecía una joven desnudándose en plena parada de autobús, a plena luz del día. Esa joven que podía ser la hija o la hermana de cualquiera se acariciaba y hacía gestos obscenos a la cámara sin la menor muestra de pudor. Justo cuando se arrodillaba y orinaba sobre el andén en una pose licenciosa, a la vista curiosa pero impasible de los transeúntes, apareció de la nada un anciano valiente y heroico, y le dio una patada en el trasero. Había recaído en él la responsabilidad ineludible de hacer valer el decoro de una sociedad adormecida.
No pretendo hacer apología de la violencia, pero estoy seguro de que a esa chica, que había olvidado por completo la vergüenza, recordará para siempre esa patada, no por el dolor físico que le causó, sino por la bofetada moral que aún debe estar resonando en algún rincón de su ser.
En algún rincón de su ser, Bush también se habrá preguntado algo más que la talla de esas sandalias, pues aquel hombre que lo confrontó, aunque no lo parezca, es también su hermano. Y porque, además, el número de aquel calzado es más bien la cantidad de botas que pisotearon un país, el millón de muertes y los más de cuatro millones de desplazados que produjo aquella guerra preventiva; el periodista que reprendió a Bush abanderó la decencia de esa gran familia que somos todos al exclamar: «¡Éste es por las viudas, los huérfanos y todos aquellos muertos en Irak!».
Puede que un par de zapatos lanzados a Bush no pase de ser un acto de justicia poética o simbólica, como señaló más de un columnista de opinión en aquel momento, pero deja zumbando una verdad en el aire: cuando un puñado de naciones aliadas se rebajan a la altura de un zapato, en un par de ellos debe erigirse la dignidad del mundo.