El humorista nunca será un espíritu sistemático.
El humor le ha abierto los ojos para lo inconmensurable.
Kierkegaard
Hay una palabra muy usada en Barranquilla que relaciona directamente el carnaval con la risa: «relajo». «Se formó el relajo», dicen cuando comienza el carnaval y su desorden. La palabra tiene el mismo significado de otra más local: «recocha», que el diccionario de la Real Academia Española no reconoce con el significado coloquial de euforia o alegría desbordada; la define más bien como algo recocido, como un cocedero, como un proceso mediante el cual un ingrediente se ablanda hasta perder su rigidez original. En ese estado de máxima flexibilidad, de supremo relajo, de alta cocción, cualquier acartonamiento o rigidez resultan risibles, caricaturescos, por puro contraste. A una persona recocida por la recocha, soluble a la continuidad de la vida, se le queda atorado el automatismo o congelamiento que encuentra atravesado en su día a día y le toca expulsarlo con una risotada.
En el libro La risa, el evento cómico para Henri Bergson es una articulación mecánica que imita torpemente la elasticidad de la existencia: «un rígido mecanismo que encontramos como un intruso en la continuidad de las cosas humanas». La risa se da como expresión de esa disonancia, es una chispa producida por la diferencia de potencial entre la afirmación de la vida humana, sus complejidades y pulsiones internas, y las negatividades de un sistema de fuerzas impuesto desde afuera. En la película Tiempos modernos está bien recreado ese contraste: vemos a Charles Chaplin tratando de emparejarse sin éxito a una cadena de montaje hasta terminar metido de cabeza en ella. La risa disuelve la tensión entre esos dos planos definitivos que siempre están detrás de toda pareja de categorías opuestas: el mundo físico, pesado, inerte de la materia y el mundo ingrávido, movedizo del espíritu o de la energía.
Lo cómico surge cuando sorprendemos, desde nuestra consciencia intuitiva de una realidad inagotable y plástica, inercia, acritud o reducción en lo que creemos vivo; cuando advertimos una diferencia sustancial entre el contenido de la vida y la forma poco fluida que a veces adopta. Nos da risa, por ejemplo, un personaje que intenta contener la fuga de una represa con las manos o alguien que intenta parar la hemorragia de una amputación con una curita, pero no porque creamos que el personaje cómico sea incapaz de albergar lo inmenso o asumir lo trascendente, sino porque intuimos que detrás de sus limitaciones y de las nuestras hay un alma que no se acostumbra a las dimensiones terrenales, a sus parámetros físicos, a sus limitaciones racionales.
Puede que por momentos nos dé lástima el protagonista del cuento Un señor muy viejo con las alas enormes, pero la compasión queda neutralizada cuando sospechamos que dentro de ese adefesio encerrado en el gallinero y expuesto como animal de circo, subsiste un verdadero ángel. La risa refrenda el sustrato metafísico del hombre; concibe su abundancia espiritual y rechaza las pruebas externas de su pequeñez. Si no fuera así, es decir, si algún evento fuese la corroboración de que el hombre es un animal sin alma, la reacción espontánea no sería la risa sino la piedad.
Eso explica la risa que nos da cierta escena oscura en una película de Woody Allen. Un bisoño donjuán trata de conquistar a una mujer sombría en una exposición de arte. Ella está contemplando una pintura de Jackson Pollock y él la aborda preguntándole qué le sugiere el cuadro. Ella responde: «La negatividad del universo, el terrible vacío y la soledad de la existencia: la nada. El suplicio del hombre que vive en una eternidad estéril, sin Dios, como una llama diminuta que apenas parpadea en un inmenso abismo, sin nada salvo desolación, horror y degradación, que le oprimen en un cosmos negro y absurdo». «¿Qué haces el sábado?», le pregunta él. «Suicidarme», responde ella. «¿Y el viernes por la noche?».