Por: Fabián Buelvas*
A principios de 1988, en una carta dirigida al baterista Dale Crover, Kurt Cobain (1967-1994) escribió: «AH, NUESTRO ÚLTIMO Y DEFINITIVO NOMBRE ES NIRVANA». Había anotado una larga lista de opciones en su libreta: Poo Poo Box, Designer Drugs, Whisker Biscuit, Spina Biffida o Gut Bomb, pero los rechazaba porque no le parecían lo suficientemente excéntricos o graciosos para su banda punk. Mientras se le ocurría un juego de palabras capaz de adherirse en la cabeza de quien lo pronunciara, la banda sin nombre tocaba en garajes, bares y bodegas de Aberdeen, un pequeño y apacible pueblo de leñadores del estado de Washington, Estados Unidos. A los conciertos asistían adolescentes malhumorados que oscilaban entre la cárcel y el suicidio, quienes convertían la fiesta en una batalla campal con latas de cerveza y guitarras rotas volando por los aires. Alborotaban a los presentes con riffs pegajosos y solos distorsionados que parecían ruido blanco. Si tenían suerte, Cobain, el bajista Krist Novoselic (1965) y el baterista de turno (Dale Crover estuvo en la banda apenas unos meses) presentaban su show en pueblos cercanos; subían a su desvencijada camioneta en dirección a Raymond, donde vivían tres mil personas, Tacoma, ciento cincuenta y ocho mil, Seattle, quinientos mil, u Olympia, la capital, veintisiete mil. Si tenían mucha más suerte, les pagaban por tocar.
Tres años después, a finales de 1991, Nirvana se convertía en la banda más popular de Estados Unidos. Nevermind, su segundo álbum, subió a la cima pocos meses después de su lanzamiento en septiembre y destronó los trabajos de Michael Jackson, U2 o Guns N’ Roses. La banda tenía su estilo propio, el grunge, un sonido que heredaba la agresividad y la suciedad del punk. Nirvana se convirtió en el ícono de una generación extraviada y rabiosa con ganas de destruirlo todo, incluso a sí mismos. Y eso fue lo que hicieron.
Todo está demasiado bien
A finales de los ochenta y principios de los noventa, la economía de Estados Unidos estaba en su esplendor. El sueño americano era una realidad: todo el mundo tenía un buen empleo y ganaba bastante bien. Cualquier otra cosa que hiciera el gobierno, como avivar guerras en Centroamérica y Medio Oriente, defender el regreso de los viejos valores o enseñar creacionismo en las escuelas, no eran asunto de nadie. No querían hacer lo mismo que sus padres, protestar contra Vietnam y en favor de las libertades individuales; deseaban sosiego y salud para trabajar y comprar las cosas que sus padres les negaron. La caída de la Unión Soviética (1991) significó el final de la Guerra Fría y supuso el triunfo del capitalismo. Hay quien dijo que la historia se había acabado, que las grandes disputas ideológicas habían muerto y que de ahora en adelante el mundo disfrutaría las bendiciones de la democracia liberal.
Los hijos de esta generación obrera crecieron solos en casa, viendo televisión y escuchando música en Walkman o en los equipos de sonido de sus padres, ajenos a lo que acontecía fuera de sus paredes. Este sentimiento de orfandad, de poca valía, les hizo pensar que el mundo no era el paraíso que pregonaban sus padres. A diferencia de generaciones anteriores, no tenían ningún interés en modificar el estado de cosas, simplemente volcaron en sí mismos la sensación de malestar. Odiaban a sus padres por abandonarlos, a la escuela por decirles qué hacer y al gobierno sin saber exactamente por qué. El malestar se convirtió en odio y el odio, llevado al límite, se transformó en apatía.
De este coctel emocional emergió el grunge, la música de los huérfanos del norte de los Estados Unidos, de los pequeños pueblos donde no pasaba nada. Fue la respuesta de una generación que nunca supo bien qué estaba pasando con ella. La industria musical se centró en el llamado Circuito de Seattle, de donde salieron bandas como Soundgarden (1984), Alice in Chains (1987), Mudhoney (1988) o Pearl Jam (1990). Todas fueron un éxito, los músicos acaparaban portadas de medios como Time y los empresarios se frotaban las manos. El grunge pasó de las alcantarillas a los reflectores. Sobre la tarima, con las luces apuntando hacia sus ojos, estaba Nirvana.