En 1492 descubrieron América los europeos, y los americanos descubrieron a los europeos recién llegados: los españoles de Castilla, blancos y barbados. No fue un amable y bucólico «encuentro de dos mundos» mutuamente enriquecedor, como se lo ha querido mostrar en las historias oficiales para niños y adultos ñoños de Europa y América. Fue un cataclismo sin precedentes, en nada comparable a las innumerables invasiones y guerras de conquista que registra la Historia. Fue un genocidio que despobló hasta los huesos un continente habitado por decenas de millones de personas: en parte a causa de la violencia vesánica de los invasores –uno de ellos, el conquistador y poeta Juan de Castellanos, cuenta como testigo ocular en sus Elegías de varones ilustres de Indias que los más de entre ellos «andaban del demonio revestidos»–; y en parte aún mayor por la aparición de mortíferas epidemias de enfermedades nuevas y desconocidas, venidas del Viejo Mundo o surgidas en el choque de pueblos que llevaban separados trescientos siglos: desde la Edad de Piedra.
Ante la viruela y la sífilis, el sarampión, el tifo, o ante un simple catarro traído de ultramar, los nativos del Nuevo Mundo caían como moscas. Se calcula que el noventa y cinco por ciento de los pobladores indígenas de América perecieron en los primeros cien años después de la llegada de Cristóbal Colón, reduciéndose de unos cien millones a solo tres, por obra de las matanzas primero y de los malos tratos luego, de las inhumanas condiciones de trabajo impuestas por los nuevos amos y, sobre todo, de las pestes.
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De ahí viene la llamada «leyenda negra» de la sangrienta España, propagada en primer lugar por los ingleses y los franceses celosos del poderío español, pero iniciada por la indignación cristiana de un sacerdote español, fray Bartolomé de Las Casas, autor de la terrible Brevísima relación de la destrucción de las Indias y de otra docena de obras en las que denunció los horrores de la conquista y la colonización españolas, y que en su testamento llamaba a que «el furor y la ira de Dios» cayeran sobre España para castigar sus criminales excesos. Pero con la misma crueldad y rapacidad iban a comportarse otras potencias europeas que siguieron sus pasos: Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda, en sus colonias respectivas de América, de África, de Asia. La «muerte blanca» han llamado algunos antropólogos a esa ansia de exterminio. La que devastó la América recién descubierta quiso explicarla, o disculparla, un poeta español laureado y patriótico, ilustrado y liberal de principios del siglo XIX, Manuel José Quintana: Su atroz codicia, su inclemente saña crimen fueron del tiempo, y no de España. En todo caso, más que de España o del vago tiempo, de los españoles que llegaron a América y desde un principio desobedecieron las relativamente benignas leyes de la Corona: nuestros antepasados. Los intrusos, muy poco numerosos en los primeros tiempos –y que no hubieran podido conquistar imperios poderosos como el azteca con los trescientos hombres y los veinte caballos de Hernán Cortés, o el inca con los doscientos soldados y un cura de Francisco Pizarro, si no los hubiera precedido la gran mortandad de las epidemias que desbarató el tejido social de esos imperios–, morían también a puñados, víctimas de las fiebres tropicales, de las aguas contaminadas de la tierra caliente, de las flechas envenenadas de los indios, de las insoportables nubes de mosquitos. A muchos se los comieron vivos las hormigas o los caimanes de los inmensos ríos impasibles. Varios se mataron entre sí. Llama la atención cómo siendo tan pocos en los primeros tiempos y hallándose en una tierra desconocida y hostil, dedicaron los conquistadores tanto tiempo y energía a entredegollarse en pleitos personales, a decapitarse o ahorcarse con gran aparato por leguleyadas y a asesinarse oscuramente por la espalda por repartos del botín, y a combatir a muerte en verdaderas guerras civiles por celos de jurisdicción entre gobernadores. En México se enfrentaron en batalla campal las tropas españolas de Hernán Cortés y las de Pánfilo de Narváez, enviadas desde Cuba para poner preso al primero. En el Perú chocaron los hombres de Pizarro con los de Diego de Almagro, hasta que este terminó descabezado. En el Nuevo Reino de Granada, Quesada, Belalcázar y Federmán estuvieron al borde de iniciar una fratricida guerra tripartita. Y no fueron raros los casos de rebeldes individuales que se alzaban contra la Corona misma, como los «tiranos» Lope de Aguirre en el río Amazonas o Álvaro de Oyón en la gobernación de Popayán. Mientras duró su breve rebelión, antes de ser ahorcado y descuartizado con todos los requisitos de la ley, Oyón firmó sus cartas y proclamas con el orgulloso y contradictorio título de Príncipe de la Libertad. No sabía que inauguraba una tradición de paradojas.
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Se ha calculado que tres de cada diez españoles no sobrevivían a su primer año de estancia en las Indias. No en balde uno de los supervivientes las llamó «esas Yndias equivocadas y malditas». Y todo era nuevo para los unos y los otros: asombroso y cargado de peligros. Para los españoles, los venenos, las frutas, los olores y los pájaros de la zona tórrida, la ausencia de estaciones, el dibujo de las constelaciones en el cielo nocturno, la equivalencia del día y de la noche. Para los indios, el color de la cara y de los ojos de los inesperados visitantes, sus barbas espesas, sus recias vociferaciones al hablar, y los caballos, y el filo del acero de las espadas. Ni siquiera sabían, de lado y lado, quién era el otro.