Para quienes se les ha encendido la lámpara ingeniosa e inapagable de contar historias en el Caribe colombiano, EL HERALDO ha sido, muy seguramente, una parada obligada. Incluso más que eso: una escuela, una familia, un hogar. En las páginas de este viejo canoso de espíritu joven, que hoy celebra sus 85 años, han estampado su firma plumas inolvidables. En esta edición, El Dominical hace un homenaje a esos grandes narradores de ayer, de hoy y de siempre.
*Mi alma está triste
Inmensamente triste hasta la muerte, como escribió el poeta muerto de la tristeza.
Aún mantengo en mi mente y ante mi vista el viernes negro: el país, adolorido, rezaba en cadena por la suerte del ministro Juan Luis Londoño y sus cuatro acompañantes perdidos en una avioneta en la espesura de la montaña andina, cuando al caer la tarde estalló otra noticia aún más atroz: un carro bomba había explotado en uno de los parqueaderos del Club El Nogal, en pleno corazón de Bogotá, atiborrado de socios.
Cuanto después sucedió fue transmitido en vivo y en directo por los canales de TV. Las dantescas y terríficas escenas pasaron ante nuestra vista por horas y horas. Tan intensas fueron que más que horas vividas parecieron días al contemplar, traspasados por el horror, el dolor y la impotencia cómo, alrededor de 800 compatriotas, procedentes de todos los puntos del país, de todas las edades y condiciones sociales, se encontraban atrapados en una mole de cemento que empezaba a arder por un costado, luego por el otro y así intermitentemente, mientras montañas de escombros de la enorme edificación yacían por toneladas en la calle, tras haber aplastado a los carros que en ese momento transitaban por el sector.
La mayoría de los reunidos en el Club El Nogal sobrevivieron al infierno que los desarmados les «fabricaron» en vida. A esos afortunados no me cabe duda alguna, Dios quiso concederles una «segunda oportunidad sobre la tierra», inyectándoles a una sangre fría y mente clara para enfrentar el caos inicial y tomar la decisión adecuada. A otros muchos, en sus pasos a ciegas, les entregó como bastón a los heroicos miembros de los equipos de rescate y socorristas, cuyo ingenio, en algunos casos, hizo posible armar sistemas de evacuación nunca contemplados. A los bomberos se les infundió serenidad, valor y fuerza sobrehumana para controlar el fuego, evitando que la mole colapsara como se temía.
Y como si todo lo anterior no bastara, se registraron también actos de abnegación admirables por parte de los propios protagonistas del horror, que llegaron hasta sacrificar la propia vida para salvar la de otros. Treinta y dos, sucumbieron.
Entre ellos, la profesional barranquillera Catalina Muñoz Tóffoli, cuya muerte, en semejantes circunstancias y en la plenitud de su vida, ha causado dolor profundo en la sociedad barranquillera, más aún cuando ella es el cuarto hijo que en catastróficos accidentes ha perdido el ex dirigente liberal Humberto Muñoz, a quien, con su esposa Anita Dávila, así como a sus demás hermanos, acompañamos de corazón en esta nueva y tremenda prueba que Dios les siembra en el camino de la vida, que, para nosotros los colombianos ahora sí es un verdadero valle de lágrimas.
Y en estos momentos me entero también que un hijo profesional ya y que trabaja en Bogotá de mis buenos amigos Rafa Anaya y Ruby Zambrano se encuentra entre los heridos de suma gravedad. Me faltan palabras para expresar lo que siento.