La historia de los triunfos del deporte colombiano está escrita con sangre, sudor y lágrimas. Y también con una gran dosis de sacrificios individuales. Es una historia labrada por hombres y mujeres que vencieron –casi todos– el hambre y la miseria. Es una historia de éxitos que nuestros deportistas escriben contra un Estado ausente, como esos padres que abandonan a sus hijos y solo aparecen cuando llegan los triunfos. Cuando nuestros atletas –hoy cubiertos de gloria– se acostaban sin comer y se levantaban sin saber qué sería de sus vidas, pocas personas estaban a su lado para darles aliento para seguir alimentando sus ilusiones.
Así ha sido siempre. Desde Antonio Cervantes 'Kid Pambelé', nuestro primer campeón mundial de boxeo, hasta Yuberjen Martínez, campeón olímpico, quien pelea en Tokio a puño limpio para seguir colgándose en el pecho medallas para un país cuya dirigencia hace muy poco por nuestros deportistas. Hay excepciones, claro. El barranquillero Helmut Bellingrodt –nuestro primer medallista olímpico– y Mariana Pajón –tres veces medallista olímpica de forma consecutiva– no vivieron las afugias de la mayoría de sus colegas, pero su sacrificio personal fue tanto como el de aquellos. Unos y otros merecen por siempre y para siempre el reconocimiento de un país que ve en ellos a sus mejores embajadores.
El Estado colombiano no se preocupa por sus deportistas. Prueba de ello es que hasta hace tan solo algunos meses se creó el Ministerio del Deporte, entidad que debe apersonarse de la suerte de nuestros deportistas. De los que triunfan, pero también de aquellos que compiten y no alcanzan ni la gloria ni la fama. Ahora que se habla tanto de vacunas, hay que decir que no hay mejor vacuna contra las drogas y la delincuencia que el deporte, que aleja a nuestros jóvenes del mundo sórdido y cruel de la drogadicción, así como de la vagancia.
Cada uno de nuestros deportistas es un ejemplo de lucha constante por vencer la adversidad. Son grandes a pesar de un mundo que se ensaña contra ellos. El campeón panamericano y gran esperanza de Suramérica en los 400 metros planos, Anthony Zambrano, por ejemplo, debió vencer la miseria desde que nació en Maicao, La Guajira, hace 23 años, hasta que llegó a Barranquilla de la mano de su madre, Miladis Zambrano, quien trabajó como empleada doméstica en varias casas de la ciudad. Anthony corrió descalzo en sus inicios porque no tenía para comprarse un par de zapatos. Hoy las multinacionales Nike y Adidas se lo disputan para que luzca sus modernas y ultralivianas zapatillas. Su vida y sus logros –obtenga o no una medalla en Tokio– muestran en toda su dimensión lo que significa ser un deportista de élite en Colombia. Antes de vencer a sus rivales en las pistas, deben ganarle al hambre. Antes de firmar autógrafos deben luchar por sobrevivir. Antes de reír de felicidad han llorado de tristeza. Antes de las luces que hoy los encandilan, ayer vivieron en la sombra del ostracismo. Esa es la triste realidad. Por eso sus triunfos nos hacen tan felices.
Ganen o no, nuestros deportistas en Tokio merecen -todos- nuestra ovación. Ellos son vencedores. Ellos ya ganaron. Las medallas que lucen con altivez se las arrebataron a la vida misma. Se las ganaron a pulso. Cada medalla que disputan –ganen o pierdan– es para ellos una prueba de supervivencia. Es la demostración de que si pudieron alcanzar sus sueños, aquellos que alimentaron desde niños, cuando se acostaron sin saber si en las noches morirían vencidos por el hambre. Hoy llevan la bandera de Colombia orgullosos por el mundo. Esa es su mejor medalla. ¿Quiénes son nuestros héroes en Tokio?