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Por Gustavo Arango*

A los magos les gusta acomodar cosas en espacios reducidos: tórtolas comprimidas hasta el borde de la asfixia, varitas mágicas ocultas entre pliegues de pañuelos, mujeres en pedazos. De manera que no debe sorprendernos que un autor que está evocando sus inicios como hombre y como mago ceda a la tentación de acomodar miles de cosas: hechos, gentes y ciudades, en el sombrero gigante que puede ser una novela de cerca de setecientas páginas.

Para empezar, quiero dejar claro que 'La fugacidad del instante', la novela largamente esperada de Miguel Falquez Certain, es un ‘tour de force’, un clásico instantáneo de la literatura homoerótica en lengua castellana y es, sobre todo, la novela de un poeta y su autor bien puede ser llamado desde ahora el Marcel Proust colombiano.

Que 'La fugacidad del instante' es una confesión velada, apenas disfrazada de ficción, salta a la vista en la manera como su protagonista, Carlos Alberto Rivadeneira, hace eco de rasgos notorios del autor: la condición de mago precoz que le dejó el gusto por los aplausos, su orientación sexual y su devoción por el lenguaje pulido y la precisión de los detalles.

Lo primero que llama la atención en este libro es la abundancia de información. Al lado de una historia de crecimiento personal, de búsqueda de identidad, aquí está empacada la Barranquilla de los años 50 y 60. Cualquier barranquillero de raigambre tendrá ancestros con nombre propio o apenas disfrazados en la historia. Allí encontrará los dichos de aquella época, los locales comerciales, los artistas, carnavales y reinados, los rituales de las clases medias y altas de una ciudad sin pasado, a medio camino entre el comercio y el contrabando, ocupada a veces en parapetar alcurnias con apellidos foráneos. Como el sombrero es bastante amplio, también hay pedazos de Cartagena, Valledupar (con sus juglares incluidos), Miami y la Nueva York de los tiempos de los Beatles (a quienes el viaje en el tiempo nos permite ver de cerca).

La atención al detalle resulta abrumadora. Los personajes suelen aparecer con todos sus nombres y apellidos, lo que le confiere al texto un cierto aire de parodia de las telenovelas mexicanas o venezolanas, donde los ricos se pavonean muy orgullosos de sus apellidos. El prestidigitador utiliza la presteza de sus dedos para dejar registro de todo lo ocurrido, no solo en su vida, sino en la vida de todos aquellos con quienes se cruza en el camino. Los diálogos no omiten ni siquiera los saludos ni las formalidades ('Mucho gusto', 'Encantado'). La tarea es tan exhaustiva que, desde las primeras páginas, un lector medianamente juicioso se da cuenta de que es inútil seguirles la pista a los personajes, pues si se hiciera un índice onomástico al final tendría el aspecto de un directorio telefónico.

Hay, por ejemplo, un capítulo donde el narrador personaje se dedica a evocar, casa por casa, las familias de su vecindario, mencionando a cada miembro de cada familia y ofreciendo anécdotas, destinos y en ocasiones comidilla sobre sus secretos y sus antepasados. Como curiosidad quiero citar el párrafo de nueve líneas y diecisiete personajes que fue el golpe definitivo para que me diera por vencido en el empeño de seguirle la pista a ese gentío:

'Mi tía Gertrudis viuda de Lecumberri llegó de Caracas y se hospedó en el Hotel El Prado. Mis tías Carolina, Isabel y Verónica llegaron de Miami y se hospedaron en casa de mi abuela. Por la noche se apareció mi tío Santiago con su esposa Abigail y su hijo Francisco Rivadeneira y su esposa Daniela que vivían en la mansión de mi abuelo en el Prado que aún no se había vendido. Mi tía Amelia cruzó la calle y llegó llorando, apoyándose del brazo de su esposo Laureano Catalano y acompañada de sus hijos Leonardo y su esposa Ingrid Aznar, Ángeles y su esposo Enrique Rivadeneira, Fulgencio, Arnulfo y Alina'.

Este párrafo está lejos de ser el más nutrido. Al final de la novela, en ese punto culminante donde confluyen el final del bachillerato, la muerte de una amiga de la infancia y el comienzo de la vida adulta, el autor se las arregla para acomodar veintiséis personas en el mismo espacio.

Resulta inevitable preguntarnos qué se propone el autor con tantos detalles. Entonces recordamos que –tanto el autor como el narrador– antes que escritores fueron magos y que buena parte de sus gestos pretenden distraernos, embotar nuestra atención, para que nos olvidemos de que, al mismo tiempo, están haciendo un truco oculto destinado a sorprendernos.

Cuando uno entiende que el desfile de nombres y episodios es un despliegue distractor, la pregunta obligada es por el truco que nos están presentando. Uno podría suponer que tanta gente allí metida lo que busca es diluir las confesiones eróticas de un niño que se hace adulto y asume –contra toda clase de obstáculos– su homosexualidad: desde los inocentes escarceos con 'pipís' propios y ajenos, hasta que se empieza a hablar de 'vergas' y la cosa se pone seria.

Uno empieza a elaborar la teoría de que el autor quiso diluir la franqueza de las escenas sexuales con el mural panorámico de diversos lugares. Uno piensa que el autor quiso expresar el erotismo a la manera de los suecos o de las películas pornográficas de los años setenta; es decir, instalado en medio de historias bien contadas, apareciendo de manera esporádica, cuando el lector o el espectador ya se ha olvidado de la última crudeza.

Pero el público de los magos suele ser desconfiado y los magos suelen dar pistas falsas –para desconcertar a quienes quieren ser más listos que ellos– y pronto uno llega a pensar que quizá el meollo de la novela no sea la iniciación sexual del personaje sino algo más recóndito y profundo.

Entonces se piensa en el título del libro: 'La fugacidad del instante', una condición del tiempo que el narrador descubre en los ojos de un amigo de 'ternura agazapada en no sé dónde', justo después de comulgar sin haberse confesado (y no es poca cosa que esa pequeña muerte espiritual lo instale para siempre en el transcurrir del tiempo). El narrador usa con frecuencia expresiones como 'esta mañana', 'hoy', 'este año', 'la próxima semana', de manera que más que ser testigos de una evocación, nos sentimos instalados en presentes diversos, en situaciones que transcurren en el instante justo en que leemos. 

Ese es uno de los trucos que nos ofrece este exquisito Proust a la colombiana: pone ante nuestros ojos el instante –inasible, eterno y fugaz– atrapado entre los ágiles dedos del prestidigitador. El título suena a evocación de Marco Aurelio o del Eclesiastés, nos recuerda que la vida se nos va 'como una nube, como una nave, como una sombra'.

La novela hace un despliegue de virtuosismo: en la calidad de su lenguaje, en la corrección estilística, en la verbosidad del español ibérico ('con suma paciencia', 'mi consola se había definitivamente averiado', 'dijo que nosotros podíamos ir si así lo juzgáremos conveniente'), que a veces se antoja paródico y a veces se concede la indulgencia de abrevar en la cultura popular ('casi le da un soponcio'); en su profundidad filosófica, que es eco de los temas que recorren la poesía del autor de la novela.

Pero, como sucede con los números de magia, la cosa no termina con el truco que deslumbra y arranca los aplausos. Detrás de los trajes vistosos y el control de las reacciones del público hay siempre un hombre solo, consciente de su mentira, del carácter engañoso de su presentación.