Era el desadaptado, el torpe, el retraído, el angustiado, aquel bicho raro que experimentaba placer mirando los mártires y los cristos yacientes cuando entraba con su tía-abuela Margarita Holguín y Caro, pintora y restauradora de oficio, a las iglesias de la Bogotá gris de finales de los cincuentas.
Era el niño Luis Caballero Holguín (1943-1995), hijo del prominente escritor Eduardo Caballero Calderón, y miembro, además, de una familia que terminaría emparentada con el poder. Pero el pequeño era el desadaptado, el torpe, el retraído, el angustiado, y así lo veían todos en el colegio, donde nunca intimó con compañero alguno, no fue a reuniones con amigos y jamás invitó a nadie a su casa.
Veinte años más tarde, en su austero estudio de la Rue D’Alesia, en Paris, aquel mozalbete devenido ahora en adulto dibujaría hombres desnudos que parecían sufrir como aquellos cristos yacientes. Habrá quien diga que esos hombres no sufrían: gozaban los placeres de la carne. Y alguien afirmará que ni sufrían ni gozaban: estaban en trance religioso. Todos podrían tener razón ¿Cómo llegar a esa imagen concentrada en la que se mezclan placer y dolor; belleza, horror y deseo? ¿Cómo crear una imagen que sea real sin ser descriptiva? Una imagen que se imponga de un golpe y que no necesite una 'lectura'. ¿Cómo llegar a lo sagrado sin que se pierda lo humano? Esas palabras, escritas por él en 1982 para el catálogo de una exposición en la Galería Albert Loeb, en Paris, son como una declaración de principios resumida y suficiente que describe su búsqueda. Una bienvenida que él mismo le da a quien quiera conocerlo.
Aquel tridente —sufrimiento, sacralidad y erotismo— marcará la obra del artista. Por eso se dice que los hombres que dibujaba podían estar en pleno éxtasis sexual, en medio de una sesión de tortura o en trance de adoración divina, ¿quién lo sabe? El espectador se detiene frente al cuadro y ve un torso y un brazo que lo atenaza, una mano rígida como la de un cadáver, un pubis liberado, una espina dorsal sin dueño, pliegues de piel adheridos a unas costillas, un vientre tensado como cuero de tambor y los claroscuros que cubren de impunidad lo que sea que esté ocurriendo en la escena.
Eso es Caballero, el obsesionado con la figura humana que robó del arte sacro el dramatismo del mártir y la inminencia de un llamado divino que nunca se sabe si se llega a materializar porque está marcado por una ambigüedad fascinante.
Sus protagonistas son hombres amándose, quizá Alejandro Magno y Hefestión después del fragor de una batalla ganada o los cadáveres de cuatro muchachos masacrados en un paraje de la Antioquia convulsa de los ochenta o un San Esteban demasiado humano instantes antes de alcanzar la gloria celestial. Lo que sea. Marta Traba llamará ‘súper mártires’ a los hombres de sus obras. Un mártir sufre y muere, pero también alcanza el placer del paraíso.