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Tejedora de palmas fúnebres, pese a haber nacido para reina, la aristocrática Fernanda del Carpio fue una mujer negada para la vida.

Nacida a miles de kilómetros del mar, pero muy cerca de las estrellas, en una ciudad de callejuelas de piedra con treinta y dos campanarios que tocan a muerto, criada en una mansión señorial de baldosines sepulcrales, educada para versificar en latín, hablar de cetrería y apologética y tocar el clavicordio, esta bella y lánguida dama de largos cabellos cobrizos y corazón de ceniza ostentó el privilegio perenne de hacer del cuerpo en una bacinilla de oro con escudo heráldico.

De los Andes, con sus patios de cipreses y sus jardines de nardos, Fernanda llegó como reina al calor de paila de Macondo, fascinó al acordeonero, ganadero y profesional de la parranda y del despilfarro, Aureliano Segundo, y sin entender nunca la índole de la aldea caribe, se instaló allí con su calendario de abstinencia venérea con solo 42 días al año hábiles para el sexo y eso con su bata blanca de mangas largas extendida hasta los tobillos y con un ojal redondo a la altura del vientre, y terminó imponiendo a los Buendía la rigidez y la solemnidad medievales heredadas de sus mayores.

Gracias, pues, a Fernanda, la luminosa casa de Úrsula cerró para siempre puertas y ventanas, y sus habitantes dejaron de comer a deshoras y en la cocina para hacerlo en la mesa del comedor en horarios estrictos, con candelabros, servicios de plata, manteles de lino y el previo rezo del rosario, y en lugar del ramo de sábila y el pan del dintel de la puerta se impuso el nicho del Sagrado Corazón de Jesús.

Distinguida y discreta, Fernanda murió solitaria en su cama, lejos de sus hijos y abandonada por los médicos invisibles, pero con su capa de armiño amarillento, su vestido apolillado de reina y su corona de cartón dorado.