Cuando niña, acuosa y leve como una lagartija, y casi sin gracia, pero de adulta, alta y altiva, con un aire de distinción y estiramiento natural que resistía a los años y a los malos recuerdos, en contradicción con el verbo inmerso en su nombre, Amaranta fue una mujer negada para el amor. Incapaz de recuperarse del fracaso de sus sueños adolescentes con el príncipe azul Pietro Crespi, a quien, tras escribirle febriles cartas húmedas de lágrimas, que nunca le envió, había tenido el coraje de declararle su pasión, en adelante, su corazón calculador y ulcerado volvió se proclive al rencor, dejando a su paso en todo el que la pretendía un reguero triste de miseria.
Como expiación de su indolencia puso su mano al fuego, por pura autodestrucción, y ostentó como emblema orgulloso de su virginidad y soltería, una venda negra. Sin embargo, es posible que por debajo de su tajante dureza se escondiera no sólo un miedo irracional al desbordamiento de su ternura oculta y una secreta tendencia al incesto.
Aficionada a los oficios funerales, especialista virtuosa en los ritos y las convenciones fúnebres, alcanzó cierta familiaridad con la muerte, lo que le permitió anticipar la fecha y la forma de su fallecimiento.
Así, el día en que terminó de tejer su primorosa mortaja, pudo reivindicarse de la mezquindad de su vida, sirviéndole de mensajera a los habitantes de Macondo para los recados orales o escritos que quisieran mandarles a sus familiares difuntos en el más allá.