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Durante las guerras civiles entre los que asistían a misa de cinco para que no los vieran, y los que iban a misa de ocho para que todo el mundo se diera cuenta de su santa devoción, algunas madres tuvieron la costumbre de mandar a sus hijas al dormitorio de los militares guerreros más notables, como les echaban gallinas a los gallos finos, para mejorar la raza.

En medio de esas circunstancias, en sus veinte años de andanzas militares, en sus noches de reposo de guerrero, el coronel Aureliano Buendía engendró 17 hijos, todos varones, los cuales fueron apareciendo bautizados con el nombre del padre y el apellido de la madre, en un lapso de doce años.

De los más apartados rincones del litoral llegaron a Macondo, para el jubileo del coronel, diecisiete hombres de los más variados aspectos, de todos los tipos y edades, morenos y rubios, unos nacidos con los ojos abiertos o mirando a la gente con criterio de persona mayor, todos artesanos hábiles, todos hombres caseros, todos gente de paz, todos con un aire solitario. Cuando niños, Amaranta intentaba quedarse con ellos.

No pudo hacerlo y se resignó a anotarlos en una libreta de cuentas con sus nombres y las fechas de nacimiento y bautismo de todos y el lugar de domicilio. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra. Siguiendo la ruta de sus nacimientos podría reconstruirse el itinerario nocturno del coronel, desde su salida ilusionada de Macondo al frente de veintiún hombres hasta su regreso de desencanto envuelto en una manta bolivariana manchada de sangre.

Un Miércoles de Ceniza, el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza indeleble. Una noche y un día lejano bastaron para que a partir de esa señal fueran todos exterminados, por el infundado temor del Gobierno de que hubieran heredado del coronel la semilla de la rebelión.