'Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios...' GGM
En una columna de opinión, el escritor español Javier Cercas enunció una teoría según la cual toda novela debe contener un punto ciego: un ángulo adonde no llega la visión del autor ni del lector. Ese punto ciego ya había sido explicado por Mario Vargas Llosa cuando, tomando de referencia la teoría del iceberg de Hemingway, hablaba en Cartas a un joven novelista de datos escondidos definitivos, abolidos para siempre de una novela; él los llama elípticos para diferenciarlos de los que solo han sido encubiertos provisionalmente para crear expectativa o suspenso, como en las novelas policiales.
Sin ese punto ciego o sin ese dato escondido elíptico, sin ese gran porcentaje del iceberg sumergido, sin esa pregunta sin resolución, sin esa verdad escurridiza, es imposible el desarrollo de una novela. Una narración novelesca, por tanto, no debe estar basada en una verdad sino en una visión, no debe apoyarse en una respuesta sino en una pregunta. De ahí que un novelista deba ser más bien un escéptico: asumir que puede acercarse al núcleo de su historia y dar vueltas alrededor, pero nunca lo va a tocar. La novela siempre escamotea la respuesta central, incluso las de tesis, donde esta opera más bien como hilo conductor. Para que pueda funcionar, una novela debe ser una suerte de prestidigitación, un amague reiterativo, un juego de espejos, una caja china o una muñeca rusa que se desviste en otra más pequeña sin llegar nunca a la última. Por eso mismo, Vargas Llosa afirmaba también que una novela es un striptease al revés.
Ahora bien, todas estas ideas sobre la novela me hacen pensar que un cuentista debe ser todo lo contrario. Alguien que cree ciegamente en una verdad y en que puede desnudarla en algún momento. Al contrario del novelista, debe ser crédulo y confiar en que esa verdad primordial habrá de asomarse en algún instante milagroso de la historia. Nada de quedarse latiendo entre líneas o entre páginas o entre capítulos como en una novela. No. En un cuento ese punto de luz debe transparentarse, salir a flote en forma de comprensión, entendimiento profundo, epifanía. Por eso en un cuento siempre hay un personaje que al final comprende, que se eleva sobre sus circunstancias y se da cuenta de algo importante para sí mismo. Si no es así, el lector va a sentir que le quedan debiendo algo, que el cuento no fraguó. Un cuento es lo más cercano que conozco a una esperanza efectiva, a una plegaria atendida. Una novela, en cambio, es una espera dilatada, una probabilidad que se aplaza indefinidamente.
Crónica de una muerte anunciada es un buen ejemplo de punto ciego en una novela. A pesar de su estructura policial, nunca sabremos si Santiago Nasar cometió realmente el crimen, esa gran falta contra los códigos sociales del pueblo que es mancillar el honor de una muchacha. De principio a fin la historia nos mantiene indecisos entre su culpabilidad y su inocencia, sin llegar nunca a un fallo definitivo. La pregunta central de la novela se multiplica en otras preguntas. Su elocuente oscuridad reproduce otros agujeros negros igual de fértiles e igual de gravitatorios, que generan otras órbitas narrativas. El lector debe inventarse su propio cuento de la verdad a partir de las fuentes y los matices de la novela, así como el lector de un cuento debe inventarse la novela que el cuentista ha dejado por fuera del clímax de la historia, eso que Edgar Allan Poe llamaba 'la unidad de efecto o de impresión'.
'La prodigiosa tarde de Baltasar' es, por su parte, un buen ejemplo de ese punto radiante que debe tener un cuento y de cómo ese punto debe iluminar el resto de la historia y sus personajes, y sobre todo la vida del lector, su historia personal, su contexto. En el relato de García Márquez un carpintero fabrica una jaula nunca antes vista, como encargo para el hijo del hombre más rico del pueblo. La jaula resulta ser una creación maravillosa, «una aventura de la imaginación», como la define el doctor Octavio Giraldo, un personaje que está interesado en comprarla. El artefacto es tan extraordinario que, según el doctor Giraldo, «ni siquiera será necesario ponerle pájaros». «Bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola». Sin embargo, este no es el punto luminoso del relato, sino apenas su reflejo. El punto de luz será la decencia a toda prueba del carpintero, su innegociable y hasta brutal honestidad, en contraste con la soberbia y el utilitarismo de José Montiel y la cosificación a que ricos como él someten todo lo que les rodea. Los ricos como él no se ciñen al ámbito de su conciencia, porque les parece una jaula. El cuento se convierte en una épica del pobre, del marginal. ¿No es acaso esa la meta de todo cuento: la épica discreta del perdedor, del solitario, del que responde a sus propias leyes antes que a la ley social y sus convenciones, la épica discreta pero en algún momento explícita de aquel que pierde externamente para ganar por dentro? En últimas un cuento debe producir la redención de un personaje, su salvación individual, por encima de los códigos de su entorno e incluso por encima del sentido común.
Los ricos como Montiel cambian la decencia por un legalismo oportunista, que manipulan y distorsionan a su antojo. Los ricos como Montiel son capaces de todo por llegar a serlo; los pobres como Baltasar están limitados por su coherencia interna.
En un país como Colombia, donde hay tantos ricos como Montiel y tantos pobres que quieren llegar a ser como Montiel, un cuento como este es una lección. Los ricos prepotentes como Montiel se amparan en marcos distintos a los de su interioridad para no ser los únicos responsables de sus actos; los pobres como Baltasar se bastan a sí mismos para ser hombres y no necesitan del entorno ni de las circunstancias colectivas que necesita una novela para redimirse. Los ricos como Montiel no se limitan al ámbito de su conciencia, porque les parece una jaula, y no propiamente del género que parece una aventura de la imaginación o un ave que canta sola.
Baltasar llega a ser consciente de su brillo interior y a vislumbrar cómo ese brillo alcanza a las personas del pueblo: «Se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un poco excitado». Mientras que en un cuento el brillo debe salir del interior de un personaje para llegar a los otros, en una novela la única forma de que un personaje brille es que el contexto le sea propicio, que los astros de la Historia se alineen a su favor. Eso demuestra en cierta forma que El coronel no tiene quien le escriba es más bien un cuento. La dignidad del coronel es una respuesta más que una pregunta, un punto de luz, una epifanía y no un síntoma o una turbulencia. Su salvación es individual y procede profundamente de su voluntad, de sus fuerzas internas. Lo mismo sucede en un cuento como 'Un día de estos' (que pertenece también al volumen Los funerales de la Mamá Grande), donde a cada momento y en cada gesto se transparenta la valentía y la dignidad del dentista, al margen de las fuerzas externas representadas por su paciente de turno, el alcalde; lo que lo distingue de un cuento que le sirvió de modelo a Gabo: 'Espuma y nada más', de Hernando Téllez, donde la supuesta libertad de un barbero y su navaja de afeitar sobre el cuello estaba al final bajo el control de su cliente y también enemigo político. En ambos cuentos se describen intensamente las asperezas de la realidad y ambos autores rastrillan, exfolian la superficie con una narración a ras, buscando transparentar la epidermis psicológica de la historia.
Una novela es una épica aún más discreta, pero en líneas generales es una tragicomedia. El héroe novelesco debe extraer su victoria de su contexto social, y no a pesar de él. Por eso en Cien años de soledad, la comprensión de los pergaminos de Melquíades solo es posible cuando desaparece literalmente el pueblo, su marco colectivo, las fuerzas externas que supeditan la novela y que no le permitían volver a su esencia de cuento. Cien años de soledad es una novela con la forma medular de un cuento, una novela con muchas capas narrativas encima de un solo y único relato. Y eso solo es posible porque, como quizá ningún novelista lo había hecho antes, García Márquez no se encarga únicamente de crear un mundo sino de clausurarlo; ese tajo que le aplica al contexto, ese recorte drástico pero natural que hace de su inmenso retal, cual cuentista didáctico, es lo que le permite tratar finalmente su novela como una pieza cuentística con epifanía incluida. Y es quizá el gran mérito y la trascendencia de esta obra.
La rebeldía contra la ley social, contra los poderes externos, la dignidad innegociable en medio de la derrota (¿qué mérito tiene la dignidad en el triunfo?), tan patente en personajes de sus novelas-cuentos, como el viejo coronel que espera la pensión y el coronel Aureliano Buendía, están presentes con mayor razón en sus cuentos: además de los relatos que hemos comentado, hay otro tipo de cuentos en su siguiente libro (La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada), donde la diferencia es que un cambio real, colectivo, se genera desde el interior de los personajes; hay una proyección real de la imaginación a la realidad social, colectiva. En 'Un día de estos' y 'La prodigiosa tarde de Baltasar', el cambio es virtual y comedido; lo vemos en la superficie del personaje y de la historia, pero no logra trascender realmente al resto de los hombres. Hay una afirmación individual que no alcanza a ser propiamente una afirmación colectiva. Por el contrario, en 'El último viaje del buque fantasma', un barco que supuestamente habitaba solo en la imaginación de un personaje, termina irrumpiendo y encallando en el pueblo: «pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia». En 'El ahogado más hermoso del mundo', la irrupción de un muerto bello y monumental termina amplificando sus ondas de grandeza a todo el pueblo, que desde su aparición habrá de soñar con pisos más fuertes, puertas más anchas, techos más altos. Son cuentos que aspiran a la intensidad de un poema, y no solo en el contenido sino también en la forma. La continuidad que buscan entre el mundo real y el imaginario pasa también por la continuidad poética de su lenguaje y de sus imágenes, y por esa fluidez y prolongación sintáctica que busca la plenitud y que halla su mayor expresión en El otoño del patriarca.
García Márquez hace que sus novelas parezcan cuentos y que sus cuentos parezcan poemas. En Crónica de una muerte anunciada el autor opera como un cuentista nato cuando lo vemos trabajar desde un comienzo como un mago con las mangas remangadas y las cartas hacia arriba. Julio Cortázar solía comparar un cuento con una foto, y una novela con una película; también es conocida su comparación de la literatura con un combate de boxeo, donde la novela ganaría por puntos y el cuento por nocaut. El reto que se observa en la obra de Gabriel García Márquez es volver la novela un golpe a la mandíbula, un solo clímax, una imagen continua y concéntrica. ¿Qué otra cosa son los capítulos circulares de El otoño del patriarca y de Crónica de una muerte anunciada, y qué otra cosa son todas las generaciones intensivas de Cien años de soledad? La ambición de Gabo habría sido entonces no solo volver una novela un cuento, y no solo volver un cuento un poema, sino proporcionarle directamente a la novela la unidad y la intensidad de un verso.