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Cuatro minutos bastaron el pasado 19 de octubre para que un grupo de ladrones ingresara al Museo del Louvre, en París, y se llevaran varias joyas avaluadas en unos 90 millones de euros. Sin embargo, el verdadero valor de esas piezas, siendo herencias de reyes y símbolos de la historia francesa, es imposible de calcular.

El robo, casi cinematográfico, expone la fragilidad de la seguridad en uno de los museos más importantes del mundo, pero también nos remite a un hecho del pasado. Hace más de un siglo, en 1911, el Louvre fue escenario de otro hurto legendario, el robo de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci.

Una mañana de agosto, Vincenzo Peruggia, un italiano que trabajó en el museo, la escondió bajo la bata de su uniforme y salió caminando, convencido de que el cuadro debía regresar a Italia, “su verdadero hogar”. La obra estuvo desaparecida durante más de dos años, llevando a investigaciones y señalar sospechosos, dentro de los cuales estuvo incluso el pintor español Pablo Picasso.

Pero fue ese vacío en la pared, mucho más que su presencia, lo que convirtió a la Mona Lisa en el cuadro más famoso del mundo. Pero más allá de la anécdota, queda una pregunta que sigue vigente: ¿a quién pertenece el arte cuando la historia se lo disputa?

El argumento nacionalista de Peruggia se mantiene hoy en los debates sobre repatriación de obras. Muchos museos conservan piezas obtenidas durante conquistas o conflictos coloniales, y aunque son espacios que preservan y difunden la historia, a muchos les recuerda el medio por el cual lo obtuvieron.

Los museos nos permiten viajar por culturas y épocas distintas sin movernos del lugar. Sin embargo, basta un instante, o cuatro minutos, para que siglos de historia desaparezcan a plena luz del día.

Natalia Aguilar Yarala

aguilaryaralanatalia@gmail.com