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En la voz y los ojos de quienes lo vivieron aún hay un profundo dolor y temor por aquel monstruo marrón que ahogó el cono del sur del Atlántico. Recordar –para ellos– es transportarse a una desgracia pasada por agua que, por más que han querido, no han podido dejar atrás. Rememorar, para esos damnificados, es volver a introducirse en secuencias visuales que arrugan el corazón y revuelven el estómago. Es traer –10 años después– las crueles imágenes de cuando algunos de los miles de campesinos que, buscando tierra y sin mayor margen para salvar todo lo que tenía, veían a lo lejos cómo sus gallinas y perros criollos fueron los primeros animales en quedar atrapados bajo el agua y morir.

El 30 de noviembre de 2010, el día que el río Magdalena, encausado por el Canal del Dique, rompió el muro que lo contenía y abrió un boquete de un poco más de tres metros para –posteriormente– arrasar con cuanto pueblo se cruzaba en su camino, se convirtió en la fecha que marcó el génesis de una cadena de sufrimiento de eternos meses para los habitantes de Santa Lucía, Campo de la Cruz, Manatí, Candelaria y Suan, este último el menos afectado por la inundación.

Las imágenes aéreas de aquellos días revelaban cómo 2.000 millones de metros cúbicos de agua convirtieron 35.000 hectáreas de tierras fértiles de esta zona del departamento en prácticamente una gigantesca ciénaga. Pero si a bordo de un helicóptero la tragedia desgarraba, a ras de suelo, en la carretera que comunica Calamar con Santa Lucía, todo era mucho peor: miles de campesinos buscaban presurosamente llegar a tierra alta y dejar atrás el río que tantas veces les dio de comer. Todo era caos, lágrimas, angustia y una escalofriante sensación de tristeza por lo perdido. Para colmo de males llovió, el fluido eléctrico se averió y el boquete siguió creciendo.

'Todo se lo llevó el agua. Se fueron cosas que obtuvimos con mucho sacrificio. Perdimos en un ratico lo poquito que teníamos en esos momentos. Lloré mucho. Ese día pegó un aguacero, no había luz. Parecía el fin del mundo. Uno veía adultos llorar como niños pequeños. Eso me conmovió mucho. Uno veía a la gente sin esperanza. Una cosa es contarla y otra es vivirla', manifestó Luz Neiris Ortega Pacheco, habitante de Santa Lucía y quien en esa época tenía una hija recién nacida.

'Esa noche (30 de noviembre) hubo un aguacero tan fuerte que el agua de la inundación estaba subiendo y los cambuches en la carretera se empezaron a inundar. Es una historia que uno no quiere volver a repetir. Yo en ese momento pensé que con el nivel del agua no íbamos a estar a salvo ni en la carretera. Pensé que no íbamos a salir vivos. Nada más el pensar que se puede volver a repetir da bastante temor', agregó.