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Martha María y su esposo acudieron al despacho del juez de paz por segunda vez. La furia y el desespero, evidentes en sus ojos, atravesaron el portón de la entrada incluso antes de que ellos se sentaran en la sala de audiencias. Ambos, en sus cincuenta, habían posado sus esperanzas en el sistema judicial, pero luego de un primer encuentro la otra parte les había incumplido con lo pactado.

Justo en frente, al otro lado de la sala, un muchacho cercano a los 30 años estaba sentado con tranquilidad. Tan calmado, que parecía extraño que estuviera esperando que iniciara una conciliación. Llevaba una chaqueta negra con líneas verdes y rojas, varios anillos en los dedos de sus manos y las llaves de una motocicleta colgándole del bolsillo.

En el centro del conflicto, como un árbitro en la final de un mundial, el juez Virgilio Montaño observaba fijamente a las dos partes, que ya se habían acomodado dentro de su despacho. La tensión palpable pululaba en el aire cuando el esposo de Martha, que interrumpió el silencio cuando su cónyuge se disponía a hablar, tomó la palabra y empezó a explicar el caso.

Varios días atrás, cuando el esposo de Martha, a quien llamaremos Javier, salió de su residencia en dirección a su propiedad en el barrio Antonio Nariño de Soledad, tenía la fuerte sospecha de dos cosas: uno, no le iban a pagar el dinero que le debían, y dos, no le entregarían las llaves de la vivienda que arrendó.

Junto a Martha, quien dijo que se aferró a Dios para ponerle fin al conflicto, se pusieron en camino a este sector de Soledad, lleno de casas pequeñas y calles destapadas.

Rodrigo Blanco, uno de los inquilinos de su vivienda, había arrendado el lugar para que él, su esposa y sus dos hijos pudieran vivir tranquilos bajo un techo. Varios meses después, a pesar de la insistencia de Martha y Javier, debían cuatro meses de arriendo y tres facturas de agua y energía eléctrica.

Rodrigo estaba sentado sumido en un silencio profundo y se revolcaba en su asiento al escuchar la historia, pero no hizo comentario alguno sobre lo sucedido. El juez, por su parte, estaba atento a cualquier detalle que pudiera faltar en la historia, pues todo era vital para lograr que ambas partes -una vez más- conciliaran.

Ya en el lugar, bajo el inclemente sol de mediodía, fue la esposa de Rodrigo quien abrió la puerta de la vivienda. Para sorpresa de Martha y Javier, el hombre no se encontraba en ese momento. El propietario, indignado, le recordó a la arrendada que la noche anterior el había pactado con su marido el pago completo de las deudas pendientes.

'Mi esposo está muy ocupado y no está. Llamen a la Policía si les da la gana, pero de acá no vamos a salir', les dijo la mujer a Javier y Martha, quienes acudieron al cuadrante más cercano con el acta en la que Rodrigo se había comprometido a entregarles la vivienda. Sin importar la presencia de los uniformados, los propietarios contaron que la mujer les sacó un cuchillo, al mismo tiempo que varios vecinos de la zona 'se les vinieron encima'.

— ¡Eso es mentira! —Interrumpió Rodrigo— al tomar la palabra por primera vez en la audiencia.

—Ellos llegaron de mala gana, con groserías, y mi mujer se tuvo que defender.

—No te pongas a inventar cosas que tú no estabas ahí. Mientras tú estabas tranquilo, quién sabe dónde, en esta casa dos personas pudieron haber muerto. Es que es esa frescura que tiene, señor juez, es inaceptable. Así es con todo, hasta para pagar las deudas —le contestó Javier—.